La cara de la barbarie

La prensa habla del shock que sufrió -súbitamente y sin motivos aparentes- un país caracterizado como símbolo de la tranquilidad y del bienestar. Pero hay una distorsión en este relato, una inconsistencia que encubre la gravedad de los hechos. Inicialmente se habló de atentados de terroristas islámicos. Después, presentan el casi centenar de muertes como la obra de un demente solitario. El trasfondo es distinto. Hoy, sobre los cuerpos de las inocentes víctimas de Utøya, se yergue nuevamente la sangrienta faz del fascismo que proyecta su sombra sobre un continente marcado por la crisis del capital.

La agre­sión que se aba­tió sobre Noruega impac­ta al mun­do ente­ro. La pren­sa habla del shock que sufrió ‑súbi­ta­men­te y sin moti­vos aparentes- un país carac­te­ri­za­do como sím­bo­lo de la tran­qui­li­dad y del bien­es­tar. Pero hay una dis­tor­sión en este rela­to, una incon­sis­ten­cia que encu­bre la gra­ve­dad de los hechos. Inicialmente se habló de aten­ta­dos de terro­ris­tas islá­mi­cos. Después, pre­sen­tan el casi cen­te­nar de muer­tes como la obra de un demen­te solitario.

El tras­fon­do es dis­tin­to. Las infor­ma­cio­nes que entre­gan las auto­ri­da­des son frag­men­ta­rias e incom­ple­tas. Durante horas no se dio a cono­cer la ver­da­de­ra mag­ni­tud de los suce­sos, mien­tras el gobierno inten­ta­ba com­pren­der las rami­fi­ca­cio­nes del ata­que. El pri­mer minis­tro, Jens Stoltenberg, fue eva­cua­do a un lugar secre­to y se dis­pu­so el des­plie­gue de fuer­zas mili­ta­res en la capi­tal. Ya en esos momen­tos, se sabía que no se tra­ta­ba del arre­ba­to de locu­ra de indi­vi­duo que, como en epi­so­dios simi­la­res en Estados Unidos y otros paí­ses, lue­go de ter­mi­nar la matan­za diri­ge el arma en con­tra de sí mis­mo. Tampoco se podía pen­sar en un hecho de terro­ris­mo ais­la­do e indis­cri­mi­na­do en con­tra de la pobla­ción civil.
Al con­tra­rio, los obje­ti­vos y las víc­ti­mas eran polí­ti­cos. El terror es el medio, no el fin.

Los ata­ques esta­ban diri­gi­dos direc­ta­men­te al gober­nan­te Partido Laborista; gol­pea­ron a adhe­ren­tes juve­ni­les de esa for­ma­ción y a fun­cio­na­rios e ins­ta­la­cio­nes gubernamentales.

Miles de per­so­nas se mani­fes­ta­ron en Oslo en repu­dio a los aten­ta­dos, 24 de Julio, 2011

Pese a que, has­ta aho­ra, la aten­ción se ha cen­tra­do en el prin­ci­pal sos­pe­cho­so arres­ta­do en la isla de Utøya, las auto­ri­da­des reco­no­cen que inves­ti­gan a otros par­tí­ci­pes de la masa­cre y, espe­cí­fi­ca­men­te, a even­tua­les cone­xio­nes inter­na­cio­na­les. Se sabe que el ori­gen polí­ti­co de la agre­sión está rela­cio­na­do la ultra­de­re­chis­ta. En Noruega, ésta abar­ca una amplia gama que va des­de peque­ñas fuer­zas de cho­que has­ta el Partido del Progreso, la segun­da fuer­za elec­to­ral del país, pasan­do –de mane­ra noto­ria– por los cuer­pos poli­cia­les. Las auto­ri­da­des del Reino Unido infor­ma­ron que están inter­cam­bian­do “infor­ma­ción” con su con­tra­par­te norue­ga. El dete­ni­do se había vana­glo­ria­do de sus con­tac­tos con movi­mien­tos racis­tas ingle­ses que, por otra par­te, venían hacien­do abier­ta agi­ta­ción en Noruega. En este con­tex­to, sería con­ve­nien­te que Londres tam­bién trans­mi­tie­ra los datos rele­van­tes que posee los ser­vi­cios de inte­li­gen­cia bri­tá­ni­cos sobre los gru­pos para­mi­li­ta­res unio­nis­tas de Irlanda del Norte, quie­nes uti­li­zan y fabri­can explo­si­vos con fines simi­la­res al aten­ta­do en Oslo.

Terror, des­pre­cio a la vida, com­plots inter­na­cio­na­les… se ha dicho que esta tra­ge­dia sig­ni­fi­ca “el fin de la ino­cen­cia de Noruega”. Su his­to­ria, empe­ro, des­mien­te esa ase­ve­ra­ción. Es, en efec­to, es una nación que exhi­be nota­bles con­quis­tas socia­les. En cier­ta medi­da apar­ta­do de la aten­ción inter­na­cio­nal, Noruega fue uno de los pri­me­ros paí­ses del mun­do, en la déca­da de los ’30, en que un par­ti­do basa­do en el movi­mien­to sin­di­cal y el apo­yo de los tra­ba­ja­do­res, logró con­quis­tar el gobierno con un pro­gra­ma de refor­mas acep­ta­das por la bur­gue­sía local. La cohe­sión y dis­ci­pli­na de un pue­blo aus­te­ro per­mi­tió a los líde­res labo­ris­tas com­bi­nar los dis­cur­sos y pro­me­sas socia­lis­tas con la leal­tad a la coro­na y los arre­glos “pru­den­tes” con los patro­nes. Pero esa “ino­cen­cia”, ese ais­la­mien­to, no serían dura­de­ros. La cri­sis mun­dial ame­na­za­ba la sub­sis­ten­cia mis­ma del capi­ta­lis­mo. En can­to fúne­bre que se toca­ba en tonos más agu­dos en la vie­ja Europa. La bur­gue­sía encon­tró su sal­va­ción en un cam­bio de músi­ca: el redo­ble de tam­bo­res, y el rit­mo monó­tono de las botas mili­ta­res: el fas­cis­mo y la guerra.

Un poli­cía pro­te­ge a un pro­vo­ca­dor de ultra­de­re­cha de la ira de mani­fes­tan­tes tras los ata­ques en Noruega, 24 de Julio, 2011

En los albo­res de la reac­ción, Rosa Luxemburgo acu­ño el terri­ble dile­ma: “socia­lis­mo o bar­ba­rie”. En su debi­li­ta­mien­to, el capi­ta­lis­mo como sis­te­ma no admi­te refor­mas. Es capaz de arras­trar al mun­do a la per­di­ción antes de admi­tir un cam­bio interno. En la medi­da en que el poten­cial revo­lu­cio­na­rio de la cla­se tra­ba­ja­do­ra se acre­cen­ta­ra, pero sin con­tra­po­ner una opción de poder defi­ni­da, la res­pues­ta sería la barbarie.

El fas­cis­mo es esa bar­ba­rie. Busca crear una base de masas para impe­dir la for­ma­ción de una opción revo­lu­cio­na­ria de los tra­ba­ja­do­res. Atacan a los inmi­gran­tes, ape­lan al nacio­na­lis­mo, glo­ri­fi­can la vio­len­cia. Extreman el temor, exal­tan la cobardía.

A lo que pare­ció, pri­me­ro, la extra­va­gan­te aven­tu­ra de Mussolini en Italia, cimen­ta­da sobre la derro­ta his­tó­ri­ca del movi­mien­to de los tra­ba­ja­do­res des­pués de I Guerra Mundial, se suma­ron las cami­sas par­das de los nazis ale­ma­nes. A Hitler siguió un enjam­bre de imi­ta­do­res: Mosley en Gran Bretaña, Gömbös en Hungría, Codreanu en Rumania, Van Severen en Bélgica, Oliveira Salazar en Portugal, Doriot en Francia, Clausen en Dinamarca, Franco en España… Corrieron dis­tin­ta suer­te, pero fue en Noruega don­de apa­re­ció nom­bre que se con­ver­ti­ría en sinó­ni­mo de la inde­cen­cia y la trai­ción, del cola­bo­ra­dor: Vidkung Quisling.
El ex mili­tar y diplo­má­ti­co que había pre­si­di­do con gris fana­tis­mo del buró­cra­ta la ver­sión local del nazi­fas­cis­mo actuó, con la venia de Berlín, en 1940. Un gol­pe de Estado ter­mi­nó con el impo­ten­te gobierno social­de­mó­cra­ta y abrió Noruega los puer­tos y refi­ne­rías a la Wehrmacht. El rey y los minis­tros socia­lis­tas huye­ron al exi­lio. Los mejo­res hijos de cla­se tra­ba­ja­do­ra paga­ron con sus vidas el rei­na­do de Quisling.

Hoy, sobre los cuer­pos de las ino­cen­tes víc­ti­mas de Utøya, se yer­gue nue­va­men­te la san­grien­ta faz del fas­cis­mo que pro­yec­ta su som­bra sobre un con­ti­nen­te mar­ca­do por la cri­sis del capi­tal. Escucharemos, tal como enton­ces, las invo­ca­cio­nes “al plu­ra­lis­mo y la demo­cra­cia”, mien­tras se sigue com­ba­tien­do los dere­chos de los tra­ba­ja­do­res, mien­tras millo­nes de per­so­nas son lan­za­das a la cesan­tía, mien­tras con­ti­núa el saqueo para pagar la ban­ca­rro­ta de un sis­te­ma. Frente a la ame­na­za de la bar­ba­rie, la defen­sa es inefi­caz. Los tra­ba­ja­do­res euro­peos, los tra­ba­ja­do­res de todo el mun­do debe­mos pasar a la ofensiva.