10 Días que Estremecieron al Mundo

En su brevedad concisa, “10 días que estremecieron al mundo” sigue siendo hasta hoy una las obras principales para comprender los acontecimientos que, de hecho, sacudieron al mundo entero. Las revoluciones modernas no reniegan de su carácter histórico: canalizan lo nuevo, aglutinan la voluntad de cambiarlo todo, elevan a una clase, unen a un pueblo, y le dan forma a la dignidad, que hoy, tal como en vísperas de 1917, comienza a reunir sus fuerzas.

En su bre­ve­dad con­ci­sa, “10 días que estre­me­cie­ron al mun­do” sigue sien­do has­ta hoy una las obras prin­ci­pa­les para com­pren­der los acon­te­ci­mien­tos que, de hecho, sacu­die­ron al mun­do ente­ro. A algu­nas per­so­nas, esta afir­ma­ción podría extra­ñar, pues se tra­ta de una obra urgen­te, del momen­to, per­so­nal, perio­dís­ti­ca, con­tes­ta­ta­ria y pro­fun­da­men­te par­ti­dis­ta sobre la revo­lu­ción rusa. Está lejos, de acuer­do a esta visión, de la refle­xión repo­sa­da que se vier­te sobre pro­ce­sos his­tó­ri­cos ya cerra­dos, que no afec­tan ni al autor, ni a sus lectores.
Es cier­to que en “10 días…” están impre­sas las diver­sas face­tas de la per­so­na­li­dad fas­ci­nan­te del autor, John Silas Reed, hijo de una fami­lia pudien­te de Oregon, edu­ca­do en Harvard, perio­dis­ta intré­pi­do e inso­bor­na­ble que reco­rrió los Estados Unidos, los fren­tes de la I Guerra Mundial y que siguió a la División del Norte de Pancho Villa duran­te la Revolución Mexicana; orga­ni­za­dor sin­di­cal que cono­ció la cár­cel y denun­ció las matan­zas per­pe­tra­das por las guar­dias pri­va­das y públi­cas de los empre­sa­rios nor­te­ame­ri­ca­nos; y, al fin, mili­tan­te revo­lu­cio­na­rio, con­se­cuen­te­men­te inter­na­cio­na­lis­ta, en Cleveland y Chicago, en Estocolmo, Petrogrado, y Baku, don­de con­tra­jo la enfer­me­dad que lo con­de­na­ría a una muer­te prematura.
Es cier­to tam­bién que es un tra­ba­jo perio­dís­ti­co y del momen­to. Vemos a Reed inter­nar­se en los oscu­ros pasa­jes de las barria­das obre­ras de San Petersburgo, en los salo­nes de cons­pi­ra­do­res mili­ta­res y bur­gue­ses, en las asam­bleas en que se alter­na­ba la alti­so­nan­te ver­bo­rrea de los refor­mis­tas –los “social­pa­trio­tas”– con la tra­ba­jo­sa y aún imper­fec­ta voz de una cla­se que había deci­di­do cam­biar­lo todo. Lo vemos reco­gien­do dia­rios, volan­tes y pan­fle­tos, con­ver­sar, y correr hacia don­de está la acción.
Igualmente es ver­dad que “Diez días…” es una obra par­ti­dis­ta y con­tes­ta­ta­ria. Contesta, pues, a una cam­pa­ña de men­ti­ras, des­in­for­ma­ción e igno­ran­cia que se había des­ata­do en el momen­to mis­mo de la revo­lu­ción. Los bol­che­vi­ques eran retra­ta­dos como un peque­ño gru­po que se había apo­de­ra­do del poder, des­po­jan­do a los par­ti­da­rios del capi­ta­lis­mo y los defen­so­res de la gue­rra impe­ria­lis­ta –sean de dere­cha, cen­tro o de izquier­da– de sus legí­ti­mos títu­los “demo­crá­ti­cos” y de -¡ay!- su “asam­blea cons­ti­tu­yen­te”… E, indu­da­ble­men­te, es par­ti­dis­ta. Reed adop­ta un pun­to de vis­ta obje­ti­vo, pero no es neu­tral. Aunque no escon­de su sim­pa­tía para con los bol­che­vi­ques, no subor­di­na sus obser­va­cio­nes a esa incli­na­ción. No. Lo que hace Reed, es algo más pro­fun­do: toma posi­ción, toma par­ti­do, por la cla­se tra­ba­ja­do­ra y su deci­sión revolucionaria.
Todo eso es cier­to. Pero esas no son debi­li­da­des, son con­di­cio­nes nece­sa­rias para enten­der una revo­lu­ción. A dife­ren­cia del his­to­ria­dor de escri­to­rio, ata­do a los pro­nun­cia­mien­tos de los “gran­des hom­bres” y a las inter­pre­ta­cio­nes de escri­ba­nos y pro­pa­gan­dis­tas coe­tá­neos y pos­te­rio­res, Reed com­prue­ba y valo­ra docu­men­tos, dis­cur­sos, deci­sio­nes y accio­nes, inme­dia­ta y direc­ta­men­te, pues com­pren­de que una revo­lu­ción es un hecho de masas, popu­lar y diná­mi­co. Su tex­to, en ese sen­ti­do, es el regis­tro de una bús­que­da. Reed pes­qui­sa la acción, la acción diri­gi­da al poder, que no es más que la mani­fes­ta­ción efec­ti­va de la con­cien­cia revo­lu­cio­na­ria. Y Reed des­cu­bre esa acción tan­to en las dis­cu­sio­nes de los diri­gen­tes como en los hechos coti­dia­nos que expre­san, más que mil pro­cla­mas, la seve­ri­dad, el carác­ter defi­ni­ti­vo de la lucha de clases.

Nos enca­mi­na­mos a la ciu­dad. A la sali­da de la esta­ción había dos sol­da­dos arma­dos de fusi­les con la bayo­ne­ta cala­da. Los rodea­ba un cen­te­nar de comer­cian­tes, fun­cio­na­rios y estu­dian­tes, que los ata­ca­ban con apa­sio­na­dos argu­men­tos e impre­ca­cio­nes. Los sol­da­dos se sen­tían moles­tos, como niños cas­ti­ga­dos injustamente.
Dirigía el ata­que un joven alto de uni­for­me estu­dian­til y expre­sión muy altanera.
“Creo que está cla­ro para voso­tros ‑decía insolente- que, al levan­tar las armas con­tra vues­tros her­ma­nos, os con­ver­tís en ins­tru­men­to en manos de ban­di­dos y traidores”.
“No, her­mano ‑res­pon­día seria­men­te el soldado‑, voso­tros no com­pren­déis. En el mun­do hay dos cla­ses: pro­le­ta­ria­do y bur­gue­sía. ¿No es eso? Nosotros…”
“¡Me sé yo esas estú­pi­das char­la­ta­ne­rías! ‑le inte­rrum­pió con rude­za el estudiante-. Los mujiks igno­ran­tes como tú os habéis har­ta­do de con­sig­nas, pero no sabéis ni quien lo dice ni lo que eso sig­ni­fi­ca. ¡Repites como un papa­ga­yo!…” La gen­te se echó a reír… “¡Yo mis­mo soy mar­xis­ta! Te digo que eso, por lo que voso­tros peleáis, no es socia­lis­mo. ¡Eso no es más que anar­quía al ser­vi­cio de los alemanes!”
“Bueno, sí, com­pren­do ‑res­pon­día el sol­da­do. A su fren­te aso­ma­ba el sudor-. Usted, por lo vis­to, es un hom­bre ins­trui­do y yo soy muy sim­ple. Pero me figu­ro que…”
“¿Crees en serio ‑le inte­rrum­pió con des­pre­cio el estudiante- que Lenin es un ami­go ver­da­de­ro del proletariado?”
“Sí que lo creo” ‑res­pon­dió el sol­da­do, que esta­ba pasan­do un gran apuro.
“Bien, ami­go. ¿Pero sabes tú que a Lenin lo man­da­ron de Alemania en un vagón precintado?
¿Sabes que a Lenin le pagan los alemanes?”.
“Bueno, eso yo no lo sé ‑res­pon­dió ter­co el soldado-. Pero a mí me pare­ce que Lenin dice lo que yo qui­sie­ra escu­char. Y toda la gen­te del pue­blo dice lo mis­mo. Porque hay dos cla­ses: bur­gue­sía y proletariado…”
“¡Imbécil! ¡Yo, her­mano, me pasé dos años en Schlüsselburg por acti­vi­da­des revo­lu­cio­na­rias cuan­do tú toda­vía dis­pa­ra­bas con­tra los revo­lu­cio­na­rios y can­ta­bas el Dios sal­ve al Zar! Me lla­mo Vasili Gueórguievich Panin. ¿No has oído nun­ca hablar de mí?”.
“Nunca, y per­do­ne… ‑res­pon­dió humil­de el soldado-. Yo no soy un hom­bre de muchas luces. Y usted debe ser un gran héroe…”
“Así es ‑dijo el estu­dian­te en tono convincente-. Y me opon­go a los bol­che­vi­ques por­que están des­tru­yen­do Rusia y nues­tra libre revo­lu­ción. ¿Qué dices ahora?”
El sol­da­do se ras­có la nuca. “¡No pue­do decir nada! ‑el esfuer­zo men­tal con­traía su rostro-. Para mí la cosa está cla­ra, pero no ten­go ins­truc­ción. Parece que es así: hay dos cla­ses, el pro­le­ta­ria­do y la burguesía…”
“¡Y dale con tu necia fór­mu­la!” ‑gri­tó el estudiante.
“…dos cla­ses nada más ‑pro­si­guió tozu­do el soldado-. Y el que no está con una cla­se, está con la otra…”

He ahí, con­den­sa­do en un encuen­tro for­tui­to, la impor­tan­cia de este tex­to hoy. Muestra que la his­to­ria viva, en movi­mien­to, es la for­ma prin­ci­pal de enten­der una revo­lu­ción moderna.
Es, des­de lue­go, el refle­jo de la impor­tan­cia que tie­ne hoy la Revolución de Octubre que, como es sabi­do, ocu­rrió el 7 de Noviembre de 1917, de acuer­do a nues­tro calendario.
Se tra­ta de tomar el pul­so del movi­mien­to de un pue­blo que des­pier­ta, que ha crea­do su con­duc­ción, que pon­de­ra sus alter­na­ti­vas y que impo­ne final­men­te su deci­sión. Se tra­ta de cono­cer los meca­nis­mos de acción, la ope­ra­ción de los fac­to­res de la con­cien­cia, del poder popu­lar, de las fuer­zas mora­les de la cla­se tra­ba­ja­do­ra, en un momen­to en que la pro­lon­ga­da cri­sis del régi­men polí­ti­co devie­ne en cri­sis revolucionaria.
¡Que alguien nie­gue la uti­li­dad de esas nocio­nes hoy! ¡Que alguien decla­re muer­tas y ente­rra­das esas fuer­zas que demues­tran hoy ser actua­les y vivas!
Sí, por supues­to exis­ten quie­nes lo nie­gan. Están, para empe­zar, los his­to­ria­do­res aca­dé­mi­cos de la bur­gue­sía ‑ya lo sabemos- des­apa­sio­na­dos, neu­tra­les, dis­tan­tes. Pese a que par­te de la “nue­va” his­to­rio­gra­fía se ufa­na de un acce­so “exclu­si­vo” a archi­vos secre­tos sovié­ti­cos has­ta aho­ra cerra­dos, no dice nada nue­vo. Al menos, nada que no se haya dicho en su momen­to para calum­niar a la revo­lu­ción. Y, en cam­bio, per­sis­ten en rein­ter­pre­tar, reima­gi­nar a la revo­lu­ción rusa como un acci­den­te de la his­to­ria o un hecho criminal.
En esta par­ti­cu­lar visión, un peque­ño gru­po de hom­bres mal­va­dos o fana­ti­za­dos secues­tró el orden natu­ral capi­ta­lis­ta, se apo­de­ró de un enor­me impe­rio, intro­du­jo un sis­te­ma absur­do que al cabo de unas déca­das se derrum­bó solo o con la ayu­da de algu­nas pico­tas, como el muro de Berlín.
La ver­dad es que fácil­men­te les podría­mos con­ce­der esa teo­ría a los emi­nen­tes ideó­lo­gos. Porque el pun­to deci­si­vo es que el orden capi­ta­lis­ta que ellos defien­den… no es natu­ral, ni inmu­ta­ble, ni eterno. Es his­tó­ri­co. Y la his­to­ria de nues­tra épo­ca, de nues­tros días, demues­tra su carác­ter fini­to, cadu­co, mori­bun­do. Así las cosas, recor­dar en estos días “el fin del comu­nis­mo” no deja de ser un ejer­ci­cio esté­ril o inapro­pia­do, como men­tar la soga en la casa del ahorcado.
Y por eso es nece­sa­rio vol­ver a los días de octu­bre: por­que nos hablan con fuer­za, con vida. Nos dicen “lo que nece­si­ta­mos escu­char”; nos mues­tran “los meca­nis­mos de acción”, “la ope­ra­ción de los fac­to­res…”. Las revo­lu­cio­nes moder­nas ‑como fue­ron inau­gu­ra­das en Rusia, con sus acon­te­ci­mien­tos y giros, sus terri­bles dile­mas y sus auda­ces deci­sio­nes, sus logros heroi­cos y sus erro­res monu­men­ta­les, su rec­ti­tud infi­ni­ta y sus cons­tan­tes desviaciones- no renie­gan de su carác­ter his­tó­ri­co: cana­li­zan lo nue­vo, aglu­ti­nan la volun­tad de cam­biar­lo todo, ele­van a una cla­se, unen a un pue­blo, y le dan for­ma a la dig­ni­dad, que hoy, tal como en vís­pe­ras de 1917, comien­za a reu­nir sus fuerzas.

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