El pueblo avanza en la lucha

Lo hicieron nuevamente. Arrancaron de nuestro seno a dos hermanos, a dos hijos, a dos compañeros. Exequiel Borvarán y Diego Guzmán han muerto mientras luchaban por las demandas populares de la educación. ¿Quién se hace responsable? ¿Lo hace quién apretó el gatillo o lo hace quién sembró el odio, quién azuzó al asesino e indicó la dirección de los disparos? El sacrificio de estos dos hijos de trabajadores, de dos estudiantes comprometidos con su pueblo, marca con sangre a un régimen que reconoce hoy el fracaso de su intento de detener su caída con la ilusión del neorreformismo, o sea, de reformas que no son reformas siquiera modestas, sino artificios para prolongar la vida del régimen.

Lo hicie­ron nue­va­men­te. Arrancaron de nues­tro seno a dos her­ma­nos, a dos hijos, a dos com­pa­ñe­ros. Exequiel Borvarán y Diego Guzmán han muer­to mien­tras lucha­ban por las deman­das popu­la­res de la edu­ca­ción. ¿Quién se hace res­pon­sa­ble? ¿Lo hace quién apre­tó el gati­llo o lo hace quién sem­bró el odio, quién azu­zó al ase­sino e indi­có la direc­ción de los disparos?

Ante un país con­mo­cio­na­do, los que orde­nan la repre­sión aho­ra fin­gen espan­to por­que alguien siguió sus man­da­mien­tos. Son los mis­mos que ame­na­zan dia­ria­men­te la vida de los jóve­nes, de los tra­ba­ja­do­res, de las madres, de los jubi­la­dos, de los pobla­do­res, de los mapu­ches, de cual­quie­ra que tome el camino de luchar por sus dere­chos, de defen­der su dignidad.

Se ha dicho que el ase­si­na­to refle­ja “los males de la socie­dad chi­le­na”; se ha denun­cia­do que “el dere­cho de pro­pie­dad se ante­po­ne al dere­cho a la vida”. Pero la ver­dad es que no se tra­ta del “dere­cho a la vida”, sino de las vidas reales, con­cre­tas, de millo­nes de chi­le­nos tra­ba­ja­do­res y sus fami­lias las que están subor­di­na­das al capi­tal, es decir, a la for­ma domi­nan­te de pro­pie­dad pri­va­da. Y los men­cio­na­dos males ‑la vio­len­cia, el odio, el miedo- resul­tan del hecho de que la socie­dad está divi­di­da en cla­ses, una que tra­ba­ja y otra que explo­ta, una que crea y otra que destruye.

Exequiel y Diego no caye­ron por una cala­mi­dad repen­ti­na, por un acci­den­te des­gra­cia­do. Murieron como Manuel Gutiérrez, como Rodrigo Cisternas, como Matías Catrileo, como los eje­cu­ta­dos duran­te la dic­ta­du­ra, como los pobla­do­res de Puerto Montt o los mine­ros de El Salvador . Y como siem­pre, los res­pon­sa­bles pre­ten­den que todo fue mala suer­te, pro­vo­ca­da, aca­so, por las pro­pias víc­ti­mas. Pero no ten­drán exíto.

El sacri­fi­cio de estos dos hijos de tra­ba­ja­do­res, de dos estu­dian­tes com­pro­me­ti­dos con su pue­blo, mar­ca con san­gre a un régi­men que reco­no­ce hoy el fra­ca­so de su inten­to de dete­ner su caí­da con la ilu­sión del neo­rre­for­mis­mo, o sea, de refor­mas que no son refor­mas siquie­ra modes­tas, sino arti­fi­cios para pro­lon­gar la vida del régi­men. Ahora quie­ren vol­ver a apli­car las pro­ba­das rece­tas de la vie­ja Concertación. El gobierno que fue ele­gi­do en medio de una abs­ten­ción mayo­ri­ta­ria ha sido sus­ti­tui­do por un apa­ra­to ana­cró­ni­co cuya úni­ca legi­ti­ma­ción es la iner­cia del sis­te­ma. La pre­si­den­ta de la República, la Nueva Mayoría, el pro­gra­ma de gobierno, sub­sis­ten como meros reflejos.

Ahora las cosas que­dan plan­tea­das níti­da­men­te: por un lado, un régi­men que ya no se ani­ma ni a pro­me­ter ilu­sio­nes, por el otro, la movi­li­za­ción por las deman­das popu­la­res. Se enfren­tan así la decre­pi­tud de la reac­ción en con­tra de la vida que avan­za. Con ella cami­nan Diego y Exequiel, mar­cha un pue­blo entero.