Una victoria para la humanidad

El 9 de mayo de 1945 se selló una victoria para toda la humanidad. No habría sido posible sin aquel instrumento creado por la revolución rusa. A pesar de todos los errores y deformaciones, el Ejército Rojo de Obreros y Campesinos representó entonces aquel principio histórico instaurado en Octubre de 1917: el poder de la clase trabajadora, una fuerza armada destinada de defender sus conquistas, comandada por hijos de trabajadores, de campesinos, como el mariscal Zhukov.

Me puse de pie y dije:

Invito a la dele­ga­ción ale­ma­na a que se acer­que a nues­tra mesa. Aquí sus­cri­bi­rán uste­des el acto de capi­tu­la­ción sin con­di­cio­nes’. Keitel se levan­tó de su asien­to como movi­do por un resor­te, nos lan­zó una mira­da tor­va, bajó los ojos y, toman­do len­ta­men­te su bas­tón de una mesi­ta con­ti­gua, avan­zó con paso inse­gu­ro hacia la pre­si­den­cia. El monócu­lo le cayó, que­dan­do pen­dien­te del cor­don­ci­llo. Su ros­tro se cubrió de man­chas ber­me­jas. Con él apro­xi­má­ron­se el coro­nel gene­ral Stumpff, el almi­ran­te von Friedeburg y los ofi­cia­les que los acom­pa­ña­ban. Keitel se colo­có el monócu­lo, se sen­tó en el bor­de de la silla y cal­mo­sa­men­te estam­pó su rúbri­ca en los cin­co ejem­pla­res del acta. Tras él fir­ma­ron Stumpff y Friedeburg. Una vez sus­cri­ta el acta, Keitel se levan­tó, se cal­zó el guan­te de la mano dere­cha, qui­so bri­llar con mar­cial apos­tu­ra, pero la pose no le salió, y se vol­vió calla­da­men­te a su sitio. A las cero y cua­ren­ta y tres del 9 de mayo ter­mi­nó la cere­mo­nia de la fir­ma del acta de capi­tu­la­ción. Propuse a la dele­ga­ción ale­ma­na aban­do­nar la sala.”

Así des­cri­be el maris­cal Gueorgui Konstantinovich Zhukov, coman­dan­te del I Frente Bielorruso y jefe de la con­quis­ta de Berlín, el fin for­mal a la II Guerra Mundial en terri­to­rio euro­peo. La capi­tu­la­ción de la Alemania nazi en la escue­la de inge­nie­ros de Karlshorst, bajo la mira­da de cen­te­na­res de mili­ta­res, diplo­má­ti­cos y perio­dis­tas curio­sos, el 9 de mayo de 1945, mar­có, con un par de sig­na­tu­ras, la cul­mi­na­ción del mayor esfuer­zo béli­co que haya aco­me­ti­do pue­blo alguno.

En su avan­ce hacia la capi­tal del III Reich, los sol­da­dos sovié­ti­cos fue­ron libe­ran­do, uno tras otro, los cam­pos de exter­mi­nio eri­gi­dos por el fas­cis­mo. De las bocas de Auschwitz, Majdanek, Treblinka, Sobibor, Sachsenhausen o Ravensbrück emer­gía una huma­ni­dad heri­da, tor­tu­ra­da, ham­brea­da, ape­nas viva. Pero el Ejército Rojo se había levan­ta­do de ese mis­mo horror. Su mar­cha hacia el oes­te repre­sen­ta el ascen­so des­de lo más oscu­ro de la con­di­ción huma­na hacia sus cum­bres más lumi­no­sas. 27 millo­nes de muer­tos y el sufri­mien­to más indes­crip­ti­ble y, a la vez, la abne­ga­ción y valen­tía más nobles, ofren­da­ron los pue­blos de la Unión Soviética a la cau­sa de la humanidad.

El asal­to nazi en 1941 sor­pren­dió a la diri­gen­cia de la URSS. Stalin había inten­ta­do retra­sar el ingre­so de la Unión Soviética a la gue­rra inevi­ta­ble, sellan­do un pac­to con el pro­pio Hitler. La ofen­si­va ale­ma­na arra­só con las defen­sas sovié­ti­cas. El Ejército Rojo tuvo de reor­ga­ni­zar­se bajo la ame­na­za de una derro­ta inmi­nen­te y la des­truc­ción de vas­tos terri­to­rios, en los que los nazis impu­sie­ron un régi­men de terror y muer­te sin pre­ce­den­tes. En Leningrado, sopor­tó el ase­dio, ape­nas vivo. En Moscú, resis­tió, recu­pe­ran­do sus fuer­zas. En Kursk, gol­peó a las nazis, demos­tran­do su pode­río. Y en Stalingrado, ven­ció, emplean­do su heroís­mo. Cada una de esas ges­tas corres­pon­dió prác­ti­ca­men­te a un año de gue­rra y sacri­fi­cio del pue­blo soviético.

Los alia­dos esta­dou­ni­den­ses esta­ble­cie­ron un segun­do fren­te recién en 1944, cuan­do el Ejército Rojo ya había for­za­do un giro estra­té­gi­co. A pesar de las leyen­das que se crea­ron pos­te­rior­men­te, fue esa lucha, la de los hom­bres y muje­res que empu­ña­ron las armas del Ejército Rojo, la que, en defi­ni­ti­va, deci­dió la guerra.

El 9 de mayo de 1945 se selló una vic­to­ria para toda la huma­ni­dad. No habría sido posi­ble sin aquel ins­tru­men­to crea­do por la revo­lu­ción rusa. A pesar de todos los erro­res y defor­ma­cio­nes, el Ejército Rojo de Obreros y Campesinos repre­sen­tó enton­ces aquel prin­ci­pio his­tó­ri­co ins­tau­ra­do en Octubre de 1917: el poder de la cla­se tra­ba­ja­do­ra, una fuer­za arma­da des­ti­na­da de defen­der sus con­quis­tas, coman­da­da por hijos de tra­ba­ja­do­res, de cam­pe­si­nos, como el maris­cal Zhukov. En medio de las nego­cia­cio­nes y rup­tu­ras de las poten­cias alia­das, el esta­ble­ci­mien­to de “zonas de influen­cia”, la con­fu­sión y las des­via­cio­nes, los fusi­les del Ejército Rojo libe­ra­ron a los paí­ses de Europa Oriental de ocu­pa­ción nazi, pero tam­bién de las cla­ses domi­nan­tes de capi­ta­lis­tas y terra­te­nien­tes que les habían abier­to las puer­tas a los inva­so­res hitlerianos.

Hoy, en medio de una nue­va gran cri­sis del capi­tal, en nume­ro­sas par­tes de Europa se yer­gue nue­va­men­te el fas­cis­mo. En Hungría y Polonia des­fi­lan los admi­ra­do­res de Horthy y Pilsudski, en Francia, los here­de­ros de Vichy, en la prós­pe­ra Alemania se escu­cha en las noches el gri­te­río “en defen­sa de Occidente”. Y en medio de la cri­sis del capi­tal, cam­pea gue­rra impe­ria­lis­ta: en Siria, en Libia, en Irak. Tal como hace 70 años, los nie­tos de aque­llos com­ba­tien­tes del Ejército Rojo se enfren­tan nue­va­men­te a los fas­cis­tas y los vasa­llos del impe­ria­lis­mo en Ucrania.

La ges­ta del Ejército Rojo fue una vic­to­ria en una gue­rra del pue­blo, en una gue­rra sagra­da. Pero las espe­ran­zas de paz, de pro­gre­so, de liber­tad, de jus­ti­cia, no se vie­ron cum­pli­das. Sigue sub­sis­tien­do un sis­te­ma que repar­te mise­ria, muer­te y des­truc­ción. Un sis­te­ma que ofre­ce sólo bar­ba­rie como alter­na­ti­va. Y hoy es la épo­ca en que debe ser ven­ci­do definitivamente.