150 años: la Comuna de París

Hace 150 años se estableció por primera vez en la historia moderna un gobierno de los trabajadores. Este hecho se conoce como la Comuna de París. Duró apenas dos meses, antes de ser aplastada a sangre y fuego. Una vez sepultados los muertos, desterrados los sobrevivientes y humillados sus hijos, todo volvió a su cauce. Y, sin embargo, los problemas que enfrentó la Comuna no son ajenos a los que vivimos hoy: un régimen político repudiado, un capitalismo incapaz de ofrecer una perspectiva para el futuro, una crisis generalizada, y una clase trabajadora que es privada de su verdadero lugar en la sociedad.

Hace 150 años se esta­ble­ció por pri­me­ra vez en la his­to­ria moder­na un gobierno de los tra­ba­ja­do­res. Este hecho se cono­ce como la Comuna de París. Duró ape­nas dos meses, antes de ser aplas­ta­da a san­gre y fue­go. Una vez sepul­ta­dos los muer­tos, des­te­rra­dos los sobre­vi­vien­tes y humi­lla­dos sus hijos, todo vol­vió a su cauce.

¿Qué sig­ni­fi­ca­do pue­de tener un acon­te­ci­mien­to tan pasa­je­ro, una anéc­do­ta, ape­nas, de la his­to­ria? Y aun aque­llos que ven en los obje­ti­vos que se pro­pu­so la Comuna un signo de avan­ce, de la posi­bi­li­dad de una socie­dad mejor ¿pue­den real­men­te tomar una derro­ta tan reso­nan­te y ‑a la vez- leja­na, como un mode­lo para hoy?

Y, sin embar­go, los pro­ble­mas que enfren­tó la Comuna no son aje­nos a los que vivi­mos hoy: un régi­men polí­ti­co repu­dia­do, un capi­ta­lis­mo inca­paz de ofre­cer una pers­pec­ti­va para el futu­ro, una cri­sis gene­ra­li­za­da, y una cla­se tra­ba­ja­do­ra que es pri­va­da de su ver­da­de­ro lugar en la sociedad.

Los pio­ne­ros siem­pre com­par­ten el olvi­do y el des­dén que sufren los ven­ci­dos. Pero son pio­ne­ros. Dejemos que hablen los hechos antes de juz­gar a quie­nes sim­ple­men­te son los primeros.

Una socie­dad en crisis

De Louis Bonaparte, o Napoleón III, como se hizo lla­mar, a dife­ren­cia de su famo­so tío adop­ti­vo, el Napoleón pri­me­ro, no se recuer­dan códi­gos de leyes o con­quis­tas con­ti­nen­ta­les. Queda, tal vez, un bigo­te estra­fa­la­rio y la ver­güen­za de un empe­ra­dor cau­ti­vo en manos de los pru­sia­nos. Pero en su momen­to, este hom­bre apa­ren­te­men­te ano­dino fue el sím­bo­lo de una cla­se que bus­ca­ba en las glo­rias del pasa­do, la jus­ti­fi­ca­ción de su razón de ser: el saqueo, el robo, la rapi­ña, el enga­ño, la explo­ta­ción. La bur­gue­sía fran­ce­sa, como nin­gu­na otra en Europa, vivía bajo el peli­gro de una revo­lu­ción. Su pro­pio ascen­so tenía su ori­gen en un acto revo­lu­cio­na­rio. Y su expan­sión capi­ta­lis­ta e impe­rial reque­ría de hom­bres capa­ces de con­te­ner y aplas­tar el sur­gi­mien­to de otra cla­se, los trabajadores.

Louis Bonaparte fue el hom­bre indi­ca­do para esa tarea. De líder social pasó a cam­peón par­la­men­ta­rio, de pre­si­den­te repu­bli­cano, al fin, a empe­ra­dor. En cada cri­sis apa­re­cía con el dis­cur­so exac­to. Prometió refor­mas a los tra­ba­ja­do­res, satis­fac­cio­nes a la peque­ña bur­gue­sía y pro­tec­ción a los cam­pe­si­nos pro­pie­ta­rios. Pero sólo cum­plió con una cla­se, la bur­gue­sía, que lo eri­gió como cabe­za de un régi­men aco­sa­do por la revo­lu­ción: las ges­tas de 1831, de 1848, de las gran­des luchas de los trabajadores. 

Pocas veces, un solo hom­bre, y tan insig­ni­fi­can­te, repre­sen­tó mejor el domi­nio errá­ti­co de una cla­se ente­ra. La corrup­ción, el frau­de bur­sá­til, las aven­tu­ras impe­ria­les ‑como la fra­ca­sa­da expe­di­ción de Maximiliano de Habsburgo en México y las inter­ven­cio­nes en Italia- con­fi­gu­ra­ban el retra­to de la cri­sis. Pero quie­nes la sufrían eran los tra­ba­ja­do­res, con el des­em­pleo, sala­rios de ham­bre, jor­na­das exte­nuan­tes, el tra­ba­jo infan­til, pros­ti­tu­ción clan­des­ti­na, insa­lu­bri­dad. La res­pues­ta fue la orga­ni­za­ción. Surgieron los sin­di­ca­tos, clu­bes de dis­cu­sión, socie­da­des secre­tas, círcu­los edu­ca­ti­vos y cul­tu­ra­les. Y un gran hito: la Asociación Internacional de Trabajadores -la Internacional- y su lema cate­gó­ri­co: “la libe­ra­ción de los tra­ba­ja­do­res sólo pue­de ser obra de los tra­ba­ja­do­res mismos”.

Había vuel­to a ron­dar el fantasma.

Ante el desas­tre, el impe­rio deci­de jugar su últi­ma car­ta, la de siem­pre: la gue­rra. Prusia se había for­ta­le­ci­do. La alian­za entre la bur­gue­sía y los terra­te­nien­tes jun­ker había some­ti­do bajo su hege­mo­nía a la atra­sa­da Austria-Hungría y la plé­ya­de de prin­ci­pa­dos ale­ma­nes. Faltaba un solo hecho para con­su­mar la con­cen­tra­ción del poder en esa coa­li­ción de cla­ses. Y Napoleón se la ofre­ce en ban­de­ja. Mientras en Alemania la peque­ña bur­gue­sía cele­bra la inva­sión fran­ce­sa como una opor­tu­ni­dad de rei­vin­di­ca­ción nacio­nal, los líde­res obre­ros en el par­la­men­to pru­siano, Liebknecht y Bebel, man­tie­nen los prin­ci­pios inter­na­cio­na­lis­tas, pese al escar­nio y los ataques.

La gue­rra fue a gran esca­la, libra­da con méto­dos moder­nos… y bre­ve. Rápidamente, el grue­so del con­tin­gen­te fran­cés cayó en Sedán ante las tro­pas pru­sia­nas y Napoleón fue hecho prisionero.

El pue­blo es lla­ma­do a sal­var la patria

Había lle­ga­do la hora de los repu­bli­ca­nos, de la izquier­da peque­ño­bur­gue­sa. Liberada de la omni­pre­sen­cia del empe­ra­dor, era el momen­to este­lar de los perio­dis­tas, inte­lec­tua­les y ora­do­res. Liberté, Egalité, Fraternité, Asamblea Constituyente y, sí, la República.

Pero seguía el pro­ble­ma de los ale­ma­nes, que no se deja­ron impre­sio­nar por los dis­cur­sos de los nue­vos tri­bu­nos. Sus fuer­zas seguían avan­zan­do con direc­ción a París. La situa­ción se vol­vía deses­pe­ra­da: el ejér­ci­to de línea, cau­ti­vo y des­ban­da­do; los fon­dos de la nación, ago­ta­dos; y en la reta­guar­dia, la mise­ria económica.

Los nue­vos líde­res pidie­ron ayu­da al pue­blo ham­brien­to. Que se sacri­fi­ca­ra un poco más, que dona­ra lo que le que­da­ra para finan­ciar la defen­sa de la patria. ¿Quién podría desoír ese llamado?

¿Y qué hacer con los miles y miles de tra­ba­ja­do­res des­ocu­pa­dos? ¿No serían un peli­gro dejar­los así, solos, en medio de la con­fu­sión gene­ral? Los jefes de la segun­da repú­bli­ca cre­ye­ron dar con la solu­ción: uni­for­mes, vie­jos fusi­les, y 1,50 fran­cos dia­rios de paga. Se creó así la Guardia Nacional, la fuer­za terri­to­rial de defen­sa de la Francia sitiada. 

Se con­ver­ti­ría en un ejér­ci­to for­mi­da­ble, aun­que de un tipo dis­tin­to de los tra­di­cio­na­les. La cons­crip­ción a esta mili­cia popu­lar, pues ese era su carác­ter, agru­pó a poco menos de medio millón de hom­bres bajo armas. En la capi­tal París, sitia­da y bom­bar­dea­da por los pru­sia­nos, el con­tin­gen­te sumó unos 220 mil efec­ti­vos. Su arma­men­to era pobre y su man­do, ini­cial­men­te a car­go del esta­do mayor del ejér­ci­to, trai­cio­ne­ro. Los jefes mili­ta­res derro­tis­tas sólo anti­ci­pa­ron lo que des­pués haría, for­mal­men­te, el gobierno repu­bli­cano. Constituida en la segu­ra Burdeos, la Asamblea Nacional eli­ge a Adolphe Thiers como pre­si­den­te. Político, vivi­dor e inte­lec­tual –es autor de 10 pesa­dos volú­me­nes sobre la Revolución Francesa- pac­ta sin demo­ra un armis­ti­cio con los pru­sia­nos que les entre­ga el con­trol de París. Sin embar­go, los inva­so­res no osa­ron ocu­par la ciu­dad y des­ar­mar ellos a la Guardia Nacional. Bismarck exi­gió que esa labor fue­ra cum­pli­da por el nue­vo gobierno.

Además, las auto­ri­da­des, que nece­si­ta­ban cum­plir con las exi­gen­cias de los ale­ma­nes, habían decre­ta­do un plan de ajus­te. El gobierno dis­pu­so el pago inme­dia­to de todas las letras, alqui­le­res y deu­das, cuyo cobro se había sus­pen­di­do duran­te el sitio a París. En los hechos, eso sig­ni­fi­ca­ba la rui­na inme­dia­ta de miles de talle­res y peque­ñas tien­das. Se deja de pagar el suel­do a los miem­bros de la Guardia Nacional. Centenares de miles de tra­ba­ja­do­res son lan­za­dos a la miseria. 

Fue enton­ces cuan­do se des­ató el asun­to de los caño­nes. La capi­tal con­ta­ba con más de 300 pie­zas de arti­lle­ría que habían sido com­pra­das gra­cias a una sus­crip­ción popu­lar. El gobierno exi­ge la devo­lu­ción de los peli­gro­sos caño­nes, el pri­mer paso para disol­ver la aún más peli­gro­sa Guardia Nacional.

Los pari­si­nos se rebe­lan en con­tra de la deci­sión. Los comi­tés dis­tri­ta­les de la Guardia Nacional eli­gen un comi­té cen­tral. Un con­tem­po­rá­neo rela­ta: “se encar­gó a una comi­sión que redac­ta­se los esta­tu­tos, cada dis­tri­to repre­sen­ta­do en la sala –die­cio­cho de veinte- nom­bró inme­dia­ta­men­te un comi­sa­rio. ¿Quiénes son?, ¿los agi­ta­do­res del sitio, los socia­lis­tas de la Corderie, los escri­to­res de fama? Nada de eso, no hay entre los ele­gi­dos nin­gún hom­bre que ten­ga una noto­rie­dad cualquiera.”

El Comité Central orde­na defen­der los caño­nes y la toma de los edi­fi­cios públi­cos. “Las pri­me­ras que se lan­za­ron fue­ron las muje­res, lo mis­mo que en las jor­na­das de la Revolución. […] Rodean las ame­tra­lla­do­ras, incre­pan a los jefes de pie­za: ‘¡Es indigno! ¿Qué hacéis aquí?’ Los sol­da­dos se callan. A veces, un sub­ofi­cial dice: ‘Vamos, bue­nas muje­res, váyan­se de aquí.’ La voz no es adus­ta; las muje­res se quedan.”

Apremiados por la Guardia Nacional, los sol­da­dos regu­la­res deci­den pasar­se a sus filas. La resis­ten­cia de algu­nos ofi­cia­les es ven­ci­da rápi­da­men­te; sus ins­ti­ga­do­res, fusi­la­dos. A las 11 de la maña­na el poder en París le per­te­ne­ce al Comité Central. Es el 18 de mar­zo de 1871. Nace un nue­vo gobierno en la capital.

Pero los hom­bres que habían asu­mi­do las rien­das de la prin­ci­pal ciu­dad del país se com­por­ta­ron de un modo ines­pe­ra­do. Ellos, diri­gen­tes anó­ni­mos desig­na­dos por sus com­pa­ñe­ros de armas, deci­den con­vo­car a elec­cio­nes en todos los barrios para la cons­ti­tu­ción de la Comuna. Los dele­ga­dos decla­ran al pue­blo: “Aquí tie­nes los pode­res que nos has con­fia­do; don­de empe­za­ría nues­tro inte­rés per­so­nal aca­ba nues­tro deber; haz tu volun­tad. Señor nues­tro, te has hecho libre. Oscuros hace algu­nos días, nos vol­ve­re­mos oscu­ra­men­te a tus filas demos­tran­do a los gober­nan­tes que es posi­ble bajar con la fren­te muy alta las esca­le­ras de tu Hôtel de Ville [la sede de la muni­ci­pa­li­dad], con la segu­ri­dad de encon­trar al pie de ellas el apre­tón de tu leal y robus­ta mano.”

Pero hacen valer su auto­ri­dad y esti­ma­ción entre los veci­nos con una reco­men­da­ción a los elec­to­res: evi­tar a los can­di­da­tos de las cla­ses posee­do­ras y con­fiar sólo en los suyos. “Los hom­bres que mejor les ser­vi­rán son aque­llos ele­gi­dos de entre uste­des, que viven vues­tra pro­pia vida, que sufren los mis­mos pesa­res”, indi­ca el Comité Central.

El gobierno de los tra­ba­ja­do­res en acción

Los comi­cios, bajo estas con­di­cio­nes, fue­ron bas­tan­te dis­tin­tos de los ple­bis­ci­tos con­vo­ca­dos por Louis Napoleón o las habi­tua­les cam­pa­ñas elec­to­ra­les al par­la­men­to. No hubo com­pra de votos ni pro­me­sas alti­so­nan­tes de los candidatos.

El pue­blo había actua­do de con­suno con las reco­men­da­cio­nes del Comité Central. En la asam­blea de la Comuna pre­do­mi­na­ban hom­bres comu­nes, tra­ba­ja­do­res en su gran mayo­ría, que con­ta­ban con la con­fian­za de sus elec­to­res. Había, es cier­to, defen­so­res del vie­jo orden, polí­ti­cos pro­fe­sio­na­les. Pero tam­bién hubo líde­res de las dis­tin­tas ver­tien­tes ideo­ló­gi­cas que exis­tían entre los tra­ba­ja­do­res. A éstos, la reali­dad les puso duras exi­gen­cias. Los blan­quis­tas, una corrien­te revo­lu­cio­na­ria que pre­co­ni­za­ba la acción de peque­ños gru­pos para tomar el poder, aho­ra debían tra­tar con gran­des masas. Los proudho­nis­tas, repre­sen­tan­tes de los anti­guos arte­sa­nos, que des­de­ña­ban la acti­vi­dad polí­ti­ca y con­si­de­ra­ban que el papel de la mujer era en la casa, se enfren­ta­ban a la tarea de gober­nar y miles de muje­res que exi­gían el dere­cho a tra­ba­jar y a por­tar armas.

Es la Comuna que comien­za a gober­nar. Su asam­blea de dele­ga­dos no sería ya un par­la­men­to tra­di­cio­nal, sino una “cor­po­ra­ción de tra­ba­jo”. Se con­for­man comi­sio­nes que divi­di­das por áreas: Guerra, Finanzas, Servicios Públicos, Seguridad, Justicia, Educación, Industria y Comercio, Trabajo, y Relaciones Exteriores; se abo­can a resol­ver los pro­ble­mas inme­dia­tos. Posteriormente se crea tam­bién un Comité de Salud Pública, encar­ga­do de diri­gir la defen­sa de la ciu­dad. Los miem­bros del Consejo debían mul­ti­pli­car su acti­vi­dad. En cada dis­tri­to, fun­cio­na­ban órga­nos simi­la­res que orde­na­ban la vida diaria.

En este pri­mer gobierno de los tra­ba­ja­do­res encon­tra­mos pocos espe­cia­lis­tas, pro­fe­sio­na­les, y téc­ni­cos deseo­sos de pro­bar fór­mu­las o teo­rías para la solu­ción de los pro­ble­mas con­cre­tos. La mayo­ría de ellos, aun los que abra­za­ban ideas pro­gre­sis­tas, se ate­mo­ri­zó ante la inmen­si­dad de las tareas u obser­vó con rece­lo lo que empren­de­rían hom­bres y muje­res comu­nes, tra­ba­ja­do­res en abru­ma­do­ra pro­por­ción, que supli­rán su fal­ta de pre­pa­ra­ción teó­ri­ca con su expe­rien­cia de vida. Ellos mis­mos han sufri­do en car­ne pro­pia el mal gobierno, saben qué es lo que hay que cam­biar y actua­rán sin vacilaciones.

Enfrentados al peor de los esce­na­rios posi­bles, el sitio de los pru­sia­nos y la pau­la­ti­na, pero deci­di­da, acción de la bur­gue­sía, que reagru­pa sus fuer­zas fue­ra de los muros de la capi­tal, el gobierno de la Comuna, tra­ba­ja inten­sa­men­te en los dos meses que ejer­ce el poder.

El gobierno de los tra­ba­ja­do­res pone manos a la obra. Toma pro­yec­tos que la pro­pia bur­gue­sía había pos­ter­ga­do por lar­go tiem­po. Decreta la sepa­ra­ción de la Iglesia y el Estado y la aper­tu­ra de todos los cole­gios al pue­blo, de for­ma ente­ra­men­te gra­tui­ta. Establece, por pri­me­ra vez, el prin­ci­pio de la edu­ca­ción obli­ga­to­ria, lai­ca y universal. 

Ratifica el pre­do­mi­nio de la mili­cia popu­lar al decre­tar la diso­lu­ción del ejér­ci­to y de la poli­cía y su reem­pla­zo por la Guardia Nacional. Limita los sala­rios de los fun­cio­na­rios públi­cos a seis mil fran­cos anua­les como máxi­mo y orde­na que todos ellos, inclui­dos los jue­ces y jefes de poli­cía, sean desig­na­dos por elec­ción popu­lar. Impone que todos los man­da­tos, polí­ti­cos y admi­nis­tra­ti­vos, sean revo­ca­bles, some­tién­do­los así a un con­trol demo­crá­ti­co permanente.

Para enfren­tar la cri­sis eco­nó­mi­ca, ins­tru­ye la devo­lu­ción de las herra­mien­tas de tra­ba­jo dadas en pren­da, la con­do­na­ción de las deu­das de arren­da­mien­to e impo­ne una mora­to­ria a los cré­di­tos y paga­rés ven­ci­dos. Clausura las casas de empe­ño y supri­me las odia­das ofi­ci­nas de colo­ca­ción. Prohíbe el tra­ba­jo noc­turno para los pana­de­ros y las mul­tas que impo­nían, con cual­quier pre­tex­to, los empre­sa­rios a los tra­ba­ja­do­res como un modo de redu­cir sus suel­dos; ins­ti­tu­ye la igual­dad de sala­rios para hom­bres y muje­res; y man­da que fábri­cas y talle­res aban­do­na­dos sean ges­tio­na­dos por sus obreros.

La derro­ta

Precisamente, muchos bur­gue­ses habían hui­do de la capi­tal, ate­mo­ri­za­dos por el nue­vo ambien­te que regía en la capi­tal. En sus casas de cam­po, narra­ban las atro­ci­da­des de los com­mu­nards, que, en esos rela­tos, saquea­ban, incen­dia­ban y fusi­la­ban a gus­to. La ver­dad era dis­tin­ta. Incluso adver­sa­rios de la Comuna reco­no­cían que bajo su orden la delin­cuen­cia endé­mi­ca y la pros­ti­tu­ción habían des­apa­re­ci­do súbitamente.

Pero los enemi­gos más acti­vos tenían un solo des­tino: Versalles, en las afue­ras de la capi­tal. Allí se había asen­ta­do el gobierno de Thiers y había comen­za­do a agru­par los res­tos del anti­guo ejér­ci­to. Prusia, rom­pien­do los tér­mi­nos del armis­ti­cio, per­mi­tió su rear­me con el obje­ti­vo de ata­car París.

La Comuna sólo fue capaz de imple­men­tar un sis­te­ma defen­si­vo, dejan­do Versalles a los polí­ti­cos, mili­ta­res, empre­sa­rios, aris­tó­cra­tas y diplo­má­ti­cos de poten­cias extran­je­ras que en fies­tas y vela­das pla­ni­fi­ca­ban la recon­quis­ta de la capi­tal rebel­de. París esta­ba ais­la­da y sitia­da. En las prin­ci­pa­les ciu­da­des del país se habían for­ma­do Comunas, siguien­do su ejem­plo. Pero al care­cer de una fuer­za mili­tar pro­pia y del pre­do­mi­nio de los tra­ba­ja­do­res en su seno, su acción fue débil.

Pero, sobre todo, la Comuna de París no dis­po­nía de víncu­los reales con la gran mayo­ría de la pobla­ción, emi­nen­te­men­te cam­pe­si­na, dis­per­sa en los vas­tos cam­pos de Francia. Desde la sitia­da capi­tal, se emi­te el lla­ma­do a con­for­mar una fede­ra­ción de comu­nas, el con­te­ni­do polí­ti­co de la República Social fran­ce­sa que avi­zo­ran los resis­ten­tes. Pero el lla­ma­do a la unión volun­ta­ria no tie­ne eco en un país en que un férreo prin­ci­pio cen­tra­lis­ta resuel­ve des­de arri­ba los des­equi­li­brios entre el cam­po y la ciudad.

El enemi­go, favo­re­ci­do por los pru­sia­nos, se agru­pó para lan­zar su ofen­si­va en con­tra de la capi­tal sitia­da. La res­pues­ta de los defen­so­res se basa­ba en la expe­rien­cia de lucha de barri­ca­das en las estre­chas calles de la ciu­dad. Pero la urbe y la tác­ti­ca mili­tar había cam­bia­do. Anchas ave­ni­das sur­ca­ban la ciu­dad, per­mi­tien­do un avan­ce rápi­do de las tro­pas ata­can­tes. Además, el ejér­ci­to de Versalles con­ta­ba con un amplio pre­do­mi­nio de caño­nes de arti­lle­ría. El bom­bar­deo cerra­do y con­ti­nuo pro­vo­có una gran des­truc­ción mate­rial y des­or­ga­ni­zó a la guar­dia nacional.

Los defen­so­res ter­mi­na­ron defen­dien­do cada barrio por sepa­ra­do. Abrumados por la fuer­za supe­rior del enemi­go tuvie­ron que ceder dis­tri­to tras dis­tri­to de la capital.

La derro­ta se selló lue­go de una sema­na de com­ba­tes. Pero la cam­pa­ña de la bur­gue­sía recién comen­za­ba. Las espo­sas de los ricos via­ja­ron pron­to a ins­pec­cio­nar la ciu­dad en rui­nas. Con la pun­ta de sus para­guas ata­ca­ban a los pri­sio­ne­ros. Miles y miles fue­ron fusi­la­dos, miles y miles fue­ron con­de­na­dos a colo­nias pena­les en Oceanía y América del Sur, miles y miles sufrie­ron el exi­lio. Los ven­ci­dos no reci­bie­ron pie­dad. La comu­na fue pre­sen­ta­da al mun­do como una suce­sión de saqueos, robos y ase­si­na­tos, come­ti­dos por el popu­la­cho. La pro­pa­gan­da negra se cen­tró sobre todo en las muje­res tra­ba­ja­do­ras, des­cri­tas como “ama­zo­nas”, “eri­nias”, “mari­ma­chos” y “cha­ca­les” san­gui­na­rios. El pro­ta­go­nis­mo de las muje­res en la lucha de la comu­na había impac­ta­do espe­cial­men­te a la burguesía.

¿Un gobierno de los trabajadores?

A la luz de una derro­ta tan monu­men­tal, que reve­la la cruel­dad de una cla­se cuan­do ve desa­fia­da su posi­ción, cabe pre­gun­tar­se: ¿qué deja la Comuna a los tra­ba­ja­do­res de hoy? ¿El heroís­mo de los defen­so­res de París? Toda lucha que ten­sa al máxi­mo a los hom­bres cono­ce de actos de des­pren­di­mien­to y sacri­fi­cio, más aún si son colec­ti­vos. La Comuna se une a innu­me­ra­bles otros epi­so­dios que mar­can la his­to­ria de la cla­se tra­ba­ja­do­ra. ¿Nos deja sus már­ti­res? La cla­se tra­ba­ja­do­ra los tie­ne de sobra. Los pro­du­ce ince­san­te­men­te, todos los días, no sólo en los gran­des acon­te­ci­mien­tos históricos.

¿Fue, enton­ces, la gran­de­za y alcan­ce de sus pro­yec­tos? Los com­mu­nards inten­ta­ron, como dijo Marx, “tomar el cie­lo por asal­to”, pero, en gene­ral, se des­ta­ca­ron por su emi­nen­te sen­ti­do prác­ti­co y la pru­den­cia de sus pro­pó­si­tos. Intentaban resol­ver pro­ble­mas inme­dia­tos y con­cre­tos en la medi­da que se les pre­sen­ta­ban. La Comuna no ha deja­do ela­bo­ra­cio­nes teó­ri­cas o un pro­gra­ma gene­ral de reor­ga­ni­za­ción social que hoy pudie­ran ser apli­ca­dos, cri­ti­ca­dos o desechados. 

¿Acaso nos pro­vee de lec­cio­nes, de un suma­rio de erro­res que deben ser evi­ta­dos? Sin duda, pero los erro­res de la comu­na sólo con­fir­man los prin­ci­pios gene­ra­les de toda revo­lu­ción: una vez ini­cia­da, no se pue­de dete­ner ni retro­ce­der; no pue­de espe­rar nada de la cla­se domi­nan­te; y debe con­tar con una orga­ni­za­ción y conducción.

Lo que deja la Comuna, enton­ces, es una res­pues­ta pre­ci­sa a la pre­gun­ta de qué es un gobierno de los tra­ba­ja­do­res. Nos expli­ca cómo se mani­fies­ta el hecho de que la direc­ción polí­ti­ca de la socie­dad des­can­se en la cla­se pro­duc­to­ra y no en los polí­ti­cos de la cla­se explotadora.

Por eso, los decre­tos apli­ca­dos por la Comuna refle­jan mejor que las decla­ra­cio­nes, pro­cla­mas e inter­pre­ta­cio­nes pos­te­rio­res el sen­ti­do de este nue­vo tipo de gobierno. Pero su acción está media­da por la con­tin­gen­cia, las nece­si­da­des mili­ta­res, la cri­sis eco­nó­mi­ca, el sabo­ta­je y la mise­ria. Y jus­ta­men­te por haber­se rea­li­za­do en medio de estas con­di­cio­nan­tes adver­sas, las medi­das de la Comuna no son una uto­pía, sino deci­sio­nes racio­na­les, prác­ti­cas, úti­les, nece­sa­rias y con­du­cen­tes a una socie­dad mejor.

He ahí la cau­sa por­que la Comuna sigue sien­do actual. Ya inme­dia­ta­men­te des­pués de su caí­da, Karl Marx había con­clui­do con sim­ple­za que “la gran medi­da social de la Comuna fue su pro­pia exis­ten­cia, su labor”.

Por eso, cuan­do nos pre­gun­ta­mos por la posi­bi­li­dad de un gobierno de los tra­ba­ja­do­res, debe­mos, ante todo, exa­mi­nar las tareas y la acti­vi­dad con­cre­ta que ese órgano ha de ejer­cer. Algunos razo­nan sobre las revo­lu­cio­nes pasa­das, con­de­nan o elo­gian sus accio­nes, de tal modo que pue­dan enca­jar con sus argu­men­tos actuales.

Pero en el París de 1871, los tra­ba­ja­do­res for­ma­ron su gobierno prin­ci­pal­men­te a cau­sa de la cri­sis que sufría el régi­men polí­ti­co impe­ran­te. Tuvieron que ejer­cer el poder no por­que lo hubie­sen bus­ca­do, sino por las cir­cuns­tan­cias crea­das por la pro­pia burguesía.

La fisio­no­mía de este gobierno res­pon­dió así a las expe­rien­cias de orga­ni­za­ción pre­vias de la cla­se. Su carác­ter demo­crá­ti­co obe­de­cía al modo natu­ral de la agru­pa­ción social y polí­ti­ca del pro­le­ta­ria­do. Su orien­ta­ción emi­nen­te­men­te prác­ti­ca se debe al ejer­ci­cio direc­to de las tareas y deci­sio­nes polí­ti­cas y admi­nis­tra­ti­vas. Su sen­ti­do revo­lu­cio­na­rio, en tan­to, nace del pro­pio papel de la cla­se tra­ba­ja­do­ra en la socie­dad. Y sus con­tra­dic­cio­nes, sus insu­fi­cien­cias, corres­pon­den tam­bién de mane­ra direc­ta a la situa­ción de los tra­ba­ja­do­res en la socie­dad. Privados de ejer­cer sus dere­chos libre­men­te, no cuen­tan con la posi­bi­li­dad de adies­trar­se y pre­pa­rar­se sis­te­má­ti­ca­men­te para gober­nar. Escuelas, uni­ver­si­da­des, aca­de­mias mili­ta­res, el apa­ra­to admi­nis­tra­ti­vo, las ofi­ci­nas eje­cu­ti­vas de las empre­sas, son todas ins­ti­tu­cio­nes bur­gue­sas. La for­ma­ción polí­ti­ca del pro­le­ta­ria­do, por ende, sólo ocu­rre en la lucha y en con­tra­po­si­ción al Estado capi­ta­lis­ta. Por eso, en la Comuna hubo tam­bién lugar para los peque­ño­bur­gue­ses; pro­fe­so­res, inte­lec­tua­les, artis­tas, acti­vis­tas polí­ti­cos de diver­sa deno­mi­na­ción, se ofre­cie­ron para diri­gir y, de paso, intro­du­cir sus pre­jui­cios, con­fu­sio­nes e intere­ses en el seno del gobierno de los trabajadores.

Nuevamente: ¿es posi­ble un gobierno de los tra­ba­ja­do­res? La Comuna prue­ba que sí. Esa es la sen­ci­lla con­tri­bu­ción de los héroes y már­ti­res de 1871.

Un gobierno de los tra­ba­ja­do­res hoy debe, como hace siglo y medio atrás, enfren­tar resuel­ta­men­te los desas­tres que deja una bur­gue­sía cuyos regí­me­nes polí­ti­cos, tal como enton­ces, se derrum­ban ante las con­tra­dic­cio­nes que gene­ra su domi­nio de clase.

Debe, por ejem­plo, imple­men­tar medi­das que efec­ti­va­men­te ter­mi­nen con la inse­gu­ri­dad y la delin­cuen­cia en las pobla­cio­nes. Debe resol­ver, en lo inme­dia­to, las nece­si­da­des en salud, tra­ba­jo, vivien­da, edu­ca­ción, trans­por­te públi­co. Debe ter­mi­nar con los apa­ra­tos repre­si­vos y reem­pla­zar­lo por un nue­vo ejér­ci­to del pue­blo. Debe adop­tar medi­das para ter­mi­nar con la escla­vi­tud de las deu­das que aque­jan a la mayo­ría de la pobla­ción. Debe nacio­na­li­zar las indus­trias estra­té­gi­cas y rique­zas natu­ra­les del país. 

A dife­ren­cia de los tra­ba­ja­do­res de París, hoy con­ta­mos con una pre­pa­ra­ción infi­ni­ta­men­te supe­rior como cla­se. Contamos con la expe­rien­cia mis­ma que deja­ra la Comuna y su ardien­te bandera.