“Hubo opiniones encontradas, bandos opuestos y principios de enemistades que algún día debían ser a muerte […] Discutióse la cuestión con gran acaloramiento, si se quiere, pero con todas esas consideraciones que se guardan en sus disputas los miembros de una misma familia. Fue aquello un litigio, más bien que una insurrección; una discusión de legistas, más bien que una asonada […]”. Así describe Miguel Luis Amunátegui los procedimientos del cabildo de Santiago en septiembre de 1810. Un acontecimiento que comúnmente, y de manera equivocada, es considerado como la proclamación de la independencia de Chile.
Ante la crisis del régimen político imperante, debido al hundimiento de la casa real española, las clases dominantes se reúnen para estudiar los cambios requeridos para preservar el orden de las cosas. Enfrentados, súbita e inesperadamente, a la debacle de los presupuestos de su poder, intentan, “con argumentos de legistas”, escudriñar una salida.
dos opciones
Es igual a lo que ocurre hoy. Tal como entonces, el régimen se ve enfrentado a su propia ruina. Y, tal como entonces, busca una salida.
Sólo pocos delegados del cabildo estaban conscientes de lo que vendría a continuación. Amunátegui, el gran portavoz del liberalismo chileno, escribía, en 1853, su resumen de la crisis colonial con el beneficio del conocimiento histórico. Sabía lo mismo sabemos hoy. La salida no vendría por las argumentaciones jurídicas, no sería un avenimiento entre miembros de una misma familia. La solución surgiría de enfrentamiento a muerte entre dos posiciones: conservación del régimen o independencia.
En el Chile de hoy también se contraponen dos vías, dos opciones en torno al poder. Una propaga profusamente su variada oferta, pero su alcance real es difícil de aprehender. La otra, aparece entre las sombras, pero sus objetivos finales son claros y sencillos. La primera opción busca salvar al régimen político. La segunda quiere terminar con él. Unos rumian sobre qué modificaciones son necesarias para preservar los resortes del poder del Estado. Los otros quieren que el poder dependa sólo del pueblo.
la vía del poder popular
Esa vía, la del poder popular, se asemeja discontinua y sinuosa. A diferencia de la vía conservadora, no usa el lenguaje político acostumbrado. Su idioma es el de la acción, no el de la negociación. No dice “una cosa por otra”, no traduce sus motivaciones y objetivos a argumentos jurídicos y promesas.
Y sobre todo, no se presenta ante la sociedad de manera gradual, sino revolucionaria. Es decir, hace pequeñas apariciones, locales, limitadas; insignificantes, dirían los “legistas”. Pero después se vuelve nacional, ilimitada y arrolladora. Es, en todo sentido, un poder popular. Como reflexionaba Amunátegui con respecto al mencionado dilema bicentenario de autogobierno o colonia, “la pendiente de las revoluciones es resbaladiza. Una vez que los pueblos se comprometen con ella, es difícil que se detengan”.
Mientras esté en las sombras, se puede concluir que existe, pero su verdadera fuerza, su composición y, también, sus debilidades, se desconocen.
un fantasma...
Esa forma incorpórea tiene confundidos a los representantes del régimen. Buscan conjurarla, sin tener una noción clara de qué es lo que deben ceder para seguir ganando, qué es lo que deben cambiar para que nada cambie.
¿Quién es ese fantasma, se preguntan? “¡Son los estudiantes!” responden algunos y dan beneficios, descuentos y becas. Prometen satisfacción a las demandas de la educación, o terminar con el lucro. “¡No, no!”, exclaman después, “son los pobladores.” Y otorgan bonos, por el frío, las alzas, los hijos o el aniversario de matrimonio, y ofrecen subsidios y cursos “para emprender.” Otros, en cambio, sostienen que “son los trabajadores”. Y ofrecen un posnatal, AFP estatal, capacitación y “una debida consideración de sus justas demandas”.
Pero en este moderno cabildo se imponen las voces más enteradas. Por lo bajo, murmullan “no podemos seguir regalando cosas indefinidamente; la gente no cree en nosotros.” Y más fuerte, exclaman, para que se escuche en la galería: “vean, señores, el problema es político”. Y así hemos tenido inscripción automática, voto voluntario y primarias. Concesiones a exigencias que nadie había formulado. Y en este período de elecciones, prometen más democracia y participación, regionalización, fin al binominal, nueva constitución, asamblea constituyente.
Pese a todo ello, el fantasma sigue haciendo sus rondas. En verdad, ellos creen firmemente en ese espectro, que en las noches asuela sus recámaras, rechinando sus cadenas. Pero el poder popular no es un fantasma. Es el camino que el pueblo construye en contraposición a la salida que propicia el régimen.
Las dos opciones contrarias, la conservadora y la del poder popular, surgen naturalmente de la lucha de clases. El choque entre quienes producen y quienes se apropian de la riqueza, da origen a estas concepciones diversas sobre el poder.
para qué el poder
Y, sí, ese el problema de Chile de hoy. No son ni los estudiantes ni los carabineros, ni la clase media ni los políticos, ni los trabajadores ni los empresarios. El problema de Chile es el poder. Y en esta circunstancia nacional no cabe creer en fantasmas, espejismos ni ilusiones. El poder no se expresa en fórmulas sublimes, sino en la lucha por un hospital en Quellón, por el gas en Punta Arenas, en contra de la contaminación en Freirina, por el agua en el norte, por la cultura mapuche, por la vivienda digna de los pobladores, por la educación gratuita, universal, igualitaria de los secundarios, por los derechos de los trabajadores.
La lucha por el poder no es “como un litigio en los tribunales”, es la lucha por un gobierno de la clase trabajadora, por la nacionalización, realizada por los mismos trabajadores, de nuestras riquezas naturales e industrias estratégicas; por una vida digna; por poner fin a los órganos armados que reprimen y amenazan a los chilenos, y su reemplazo por un nueva fuerza que defienda al pueblo. Es, como hace 200 años, la lucha por la independencia, por la segunda, la definitiva independencia de nuestra América.
la lucha hoy
El camino del poder popular es directo y sencillo, pero rechaza a los fantasmas, a los tribunos de ocasión y las ilusiones. A las quimeras, opone trabajo, conciencia, lucha.
Y hoy esa lucha debe partir por las demandas más urgentes y concretas: trabajo, salud, vivienda, educación, justicia verdadera. Y debe tomar como fundamento un hecho insoslayable. Para abrirse paso, hay que terminar con este régimen. Quienes lo integran y defienden, deben irse. Todos, sin excepción.
Ellos no quieren aceptar esa realidad. Creen que pueden encubrir su salida conservadora con promesas electorales. Esperan cerrar el camino del poder popular con la ayuda de quienes postulan que las demandas populares se pueden defender mejor “desde adentro”.
Están equivocados. No ven que la vía del poder popular sigue adelante a pesar de sus ilusiones. Y lo hace con acciones concretas.
Por eso, estos comicios son también un momento de esta lucha. Hay que golpear al régimen, hay que crear una opción política que sirva de orientación a esta lucha por el poder popular. El camino que seguimos es el de intensificar las movilizaciones y a abstenerse en las elecciones. No hay que dar ni un voto a los viejos y nuevos representantes del régimen caduco; hay que fortalecer la organización y la lucha por las demandas. Y debemos, como trabajadores, prepararnos para ejercer el poder.