En su brevedad concisa, “10 días que estremecieron al mundo” sigue siendo hasta hoy una las obras principales para comprender los acontecimientos que, de hecho, sacudieron al mundo entero. A algunas personas, esta afirmación podría extrañar, pues se trata de una obra urgente, del momento, personal, periodística, contestataria y profundamente partidista sobre la revolución rusa. Está lejos, de acuerdo a esta visión, de la reflexión reposada que se vierte sobre procesos históricos ya cerrados, que no afectan ni al autor, ni a sus lectores.
Es cierto que en “10 días…” están impresas las diversas facetas de la personalidad fascinante del autor, John Silas Reed, hijo de una familia pudiente de Oregon, educado en Harvard, periodista intrépido e insobornable que recorrió los Estados Unidos, los frentes de la I Guerra Mundial y que siguió a la División del Norte de Pancho Villa durante la Revolución Mexicana; organizador sindical que conoció la cárcel y denunció las matanzas perpetradas por las guardias privadas y públicas de los empresarios norteamericanos; y, al fin, militante revolucionario, consecuentemente internacionalista, en Cleveland y Chicago, en Estocolmo, Petrogrado, y Baku, donde contrajo la enfermedad que lo condenaría a una muerte prematura.
Es cierto también que es un trabajo periodístico y del momento. Vemos a Reed internarse en los oscuros pasajes de las barriadas obreras de San Petersburgo, en los salones de conspiradores militares y burgueses, en las asambleas en que se alternaba la altisonante verborrea de los reformistas –los “socialpatriotas”– con la trabajosa y aún imperfecta voz de una clase que había decidido cambiarlo todo. Lo vemos recogiendo diarios, volantes y panfletos, conversar, y correr hacia donde está la acción.
Igualmente es verdad que “Diez días…” es una obra partidista y contestataria. Contesta, pues, a una campaña de mentiras, desinformación e ignorancia que se había desatado en el momento mismo de la revolución. Los bolcheviques eran retratados como un pequeño grupo que se había apoderado del poder, despojando a los partidarios del capitalismo y los defensores de la guerra imperialista –sean de derecha, centro o de izquierda– de sus legítimos títulos “democráticos” y de -¡ay!- su “asamblea constituyente”… E, indudablemente, es partidista. Reed adopta un punto de vista objetivo, pero no es neutral. Aunque no esconde su simpatía para con los bolcheviques, no subordina sus observaciones a esa inclinación. No. Lo que hace Reed, es algo más profundo: toma posición, toma partido, por la clase trabajadora y su decisión revolucionaria.
Todo eso es cierto. Pero esas no son debilidades, son condiciones necesarias para entender una revolución. A diferencia del historiador de escritorio, atado a los pronunciamientos de los “grandes hombres” y a las interpretaciones de escribanos y propagandistas coetáneos y posteriores, Reed comprueba y valora documentos, discursos, decisiones y acciones, inmediata y directamente, pues comprende que una revolución es un hecho de masas, popular y dinámico. Su texto, en ese sentido, es el registro de una búsqueda. Reed pesquisa la acción, la acción dirigida al poder, que no es más que la manifestación efectiva de la conciencia revolucionaria. Y Reed descubre esa acción tanto en las discusiones de los dirigentes como en los hechos cotidianos que expresan, más que mil proclamas, la severidad, el carácter definitivo de la lucha de clases.
Nos encaminamos a la ciudad. A la salida de la estación había dos soldados armados de fusiles con la bayoneta calada. Los rodeaba un centenar de comerciantes, funcionarios y estudiantes, que los atacaban con apasionados argumentos e imprecaciones. Los soldados se sentían molestos, como niños castigados injustamente.
Dirigía el ataque un joven alto de uniforme estudiantil y expresión muy altanera.
“Creo que está claro para vosotros ‑decía insolente- que, al levantar las armas contra vuestros hermanos, os convertís en instrumento en manos de bandidos y traidores”.
“No, hermano ‑respondía seriamente el soldado‑, vosotros no comprendéis. En el mundo hay dos clases: proletariado y burguesía. ¿No es eso? Nosotros…”
“¡Me sé yo esas estúpidas charlatanerías! ‑le interrumpió con rudeza el estudiante-. Los mujiks ignorantes como tú os habéis hartado de consignas, pero no sabéis ni quien lo dice ni lo que eso significa. ¡Repites como un papagayo!…” La gente se echó a reír… “¡Yo mismo soy marxista! Te digo que eso, por lo que vosotros peleáis, no es socialismo. ¡Eso no es más que anarquía al servicio de los alemanes!”
“Bueno, sí, comprendo ‑respondía el soldado. A su frente asomaba el sudor-. Usted, por lo visto, es un hombre instruido y yo soy muy simple. Pero me figuro que…”
“¿Crees en serio ‑le interrumpió con desprecio el estudiante- que Lenin es un amigo verdadero del proletariado?”
“Sí que lo creo” ‑respondió el soldado, que estaba pasando un gran apuro.
“Bien, amigo. ¿Pero sabes tú que a Lenin lo mandaron de Alemania en un vagón precintado?
¿Sabes que a Lenin le pagan los alemanes?”.
“Bueno, eso yo no lo sé ‑respondió terco el soldado-. Pero a mí me parece que Lenin dice lo que yo quisiera escuchar. Y toda la gente del pueblo dice lo mismo. Porque hay dos clases: burguesía y proletariado…”
“¡Imbécil! ¡Yo, hermano, me pasé dos años en Schlüsselburg por actividades revolucionarias cuando tú todavía disparabas contra los revolucionarios y cantabas el Dios salve al Zar! Me llamo Vasili Gueórguievich Panin. ¿No has oído nunca hablar de mí?”.
“Nunca, y perdone… ‑respondió humilde el soldado-. Yo no soy un hombre de muchas luces. Y usted debe ser un gran héroe…”
“Así es ‑dijo el estudiante en tono convincente-. Y me opongo a los bolcheviques porque están destruyendo Rusia y nuestra libre revolución. ¿Qué dices ahora?”
El soldado se rascó la nuca. “¡No puedo decir nada! ‑el esfuerzo mental contraía su rostro-. Para mí la cosa está clara, pero no tengo instrucción. Parece que es así: hay dos clases, el proletariado y la burguesía…”
“¡Y dale con tu necia fórmula!” ‑gritó el estudiante.
“…dos clases nada más ‑prosiguió tozudo el soldado-. Y el que no está con una clase, está con la otra…”
He ahí, condensado en un encuentro fortuito, la importancia de este texto hoy. Muestra que la historia viva, en movimiento, es la forma principal de entender una revolución moderna.
Es, desde luego, el reflejo de la importancia que tiene hoy la Revolución de Octubre que, como es sabido, ocurrió el 7 de Noviembre de 1917, de acuerdo a nuestro calendario.
Se trata de tomar el pulso del movimiento de un pueblo que despierta, que ha creado su conducción, que pondera sus alternativas y que impone finalmente su decisión. Se trata de conocer los mecanismos de acción, la operación de los factores de la conciencia, del poder popular, de las fuerzas morales de la clase trabajadora, en un momento en que la prolongada crisis del régimen político deviene en crisis revolucionaria.
¡Que alguien niegue la utilidad de esas nociones hoy! ¡Que alguien declare muertas y enterradas esas fuerzas que demuestran hoy ser actuales y vivas!
Sí, por supuesto existen quienes lo niegan. Están, para empezar, los historiadores académicos de la burguesía ‑ya lo sabemos- desapasionados, neutrales, distantes. Pese a que parte de la “nueva” historiografía se ufana de un acceso “exclusivo” a archivos secretos soviéticos hasta ahora cerrados, no dice nada nuevo. Al menos, nada que no se haya dicho en su momento para calumniar a la revolución. Y, en cambio, persisten en reinterpretar, reimaginar a la revolución rusa como un accidente de la historia o un hecho criminal.
En esta particular visión, un pequeño grupo de hombres malvados o fanatizados secuestró el orden natural capitalista, se apoderó de un enorme imperio, introdujo un sistema absurdo que al cabo de unas décadas se derrumbó solo o con la ayuda de algunas picotas, como el muro de Berlín.
La verdad es que fácilmente les podríamos conceder esa teoría a los eminentes ideólogos. Porque el punto decisivo es que el orden capitalista que ellos defienden… no es natural, ni inmutable, ni eterno. Es histórico. Y la historia de nuestra época, de nuestros días, demuestra su carácter finito, caduco, moribundo. Así las cosas, recordar en estos días “el fin del comunismo” no deja de ser un ejercicio estéril o inapropiado, como mentar la soga en la casa del ahorcado.
Y por eso es necesario volver a los días de octubre: porque nos hablan con fuerza, con vida. Nos dicen “lo que necesitamos escuchar”; nos muestran “los mecanismos de acción”, “la operación de los factores…”. Las revoluciones modernas ‑como fueron inauguradas en Rusia, con sus acontecimientos y giros, sus terribles dilemas y sus audaces decisiones, sus logros heroicos y sus errores monumentales, su rectitud infinita y sus constantes desviaciones- no reniegan de su carácter histórico: canalizan lo nuevo, aglutinan la voluntad de cambiarlo todo, elevan a una clase, unen a un pueblo, y le dan forma a la dignidad, que hoy, tal como en vísperas de 1917, comienza a reunir sus fuerzas.
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