“Nos encaminamos a la ciudad. A la salida de la estación había dos soldados armados de fusiles con la bayoneta calada. Los rodeaba un centenar de comerciantes, funcionarios y estudiantes, que los atacaban con apasionados argumentos e imprecaciones. Los soldados se sentían molestos, como niños castigados injustamente.
Dirigía el ataque un joven alto de uniforme estudiantil y expresión muy altanera.
“Creo que está claro para vosotros ‑decía insolente- que, al levantar las armas contra vuestros hermanos, os convertís en instrumento en manos de bandidos y traidores”.
“No, hermano ‑respondía seriamente el soldado‑, vosotros no comprendéis. En el mundo hay dos clases: proletariado y burguesía. ¿No es eso? Nosotros…”
“¡Me sé yo esas estúpidas charlatanerías! ‑le interrumpió con rudeza el estudiante-. Los mujiks ignorantes como tú os habéis hartado de consignas, pero no sabéis ni quien lo dice ni lo que eso significa. ¡Repites como un papagayo!…” La gente se echó a reír… “¡Yo mismo soy marxista! Te digo que eso, por lo que vosotros peleáis, no es socialismo. ¡Eso no es más que anarquía al servicio de los alemanes!”
“Bueno, sí, comprendo ‑respondía el soldado. A su frente asomaba el sudor-. Usted, por lo visto, es un hombre instruido y yo soy muy simple. Pero me figuro que…”
“¿Crees en serio ‑le interrumpió con desprecio el estudiante- que Lenin es un amigo verdadero del proletariado?”
“Sí que lo creo” ‑respondió el soldado, que estaba pasando un gran apuro.
“Bien, amigo. ¿Pero sabes tú que a Lenin lo mandaron de Alemania en un vagón precintado?
¿Sabes que a Lenin le pagan los alemanes?”.
“Bueno, eso yo no lo sé ‑respondió terco el soldado-. Pero a mí me parece que Lenin dice lo que yo quisiera escuchar. Y toda la gente del pueblo dice lo mismo. Porque hay dos clases: burguesía y proletariado…”
“¡Imbécil! ¡Yo, hermano, me pasé dos años en Schlüsselburg por actividades revolucionarias cuando tú todavía disparabas contra los revolucionarios y cantabas el Dios salve al Zar! Me llamo Vasili Gueórguievich Panin. ¿No has oído nunca hablar de mí?”.
“Nunca, y perdone… ‑respondió humilde el soldado-. Yo no soy un hombre de muchas luces. Y usted debe ser un gran héroe…”
“Así es ‑dijo el estudiante en tono convincente-. Y me opongo a los bolcheviques porque están destruyendo Rusia y nuestra libre revolución. ¿Qué dices ahora?”
El soldado se rascó la nuca. “¡No puedo decir nada! ‑el esfuerzo mental contraía su rostro-. Para mí la cosa está clara, pero no tengo instrucción. Parece que es así: hay dos clases, el proletariado y la burguesía…”
“¡Y dale con tu necia fórmula!” ‑gritó el estudiante.
“…dos clases nada más ‑prosiguió tozudo el soldado-. Y el que no está con una clase, está con la otra…”
(John Reed, “Diez días que estremecieron al mundo)
He ahí, condensado en un encuentro fortuito, la historia viva, en movimiento, es la forma principal de entender una revolución moderna. Es el reflejo de la importancia que tiene hoy la Revolución de Octubre que, como es sabido, ocurrió el 7 de Noviembre de 1917, de acuerdo a nuestro calendario. Si 97 años después nos vemos compelidos a recordar sus lecciones es por un motivo muy simple: hoy, como entonces, se trata de tomar el pulso del movimiento de un pueblo que despierta, que ha creado su conducción, que pondera sus alternativas y que impone finalmente su decisión. Se trata de conocer los mecanismos de acción, la operación de los factores de la conciencia, del poder popular, de las fuerzas morales de la clase trabajadora, en un momento en que la prolongada crisis del régimen político deviene en crisis revolucionaria.
¡Que alguien niegue la utilidad de esas nociones hoy! ¡Que alguien declare muertas y enterradas esas fuerzas que demuestran hoy ser actuales y vivas!
Sí, por supuesto existen quienes lo niegan. Están, para empezar, los historiadores académicos de la burguesía ‑ya sabemos- desapasionados, neutrales, distantes. Pese a que parte de la “nueva” historiografía se ufana de un acceso “exclusivo” a archivos secretos soviéticos hasta ahora cerrados, no dice nada nuevo. Al menos, nada que no se haya dicho en su momento para calumniar a la revolución. Y, en cambio, persisten en reinterpretar, reimaginar a la revolución rusa como un accidente de la historia o un hecho criminal.
En esta particular visión, un pequeño grupo de hombres malvados o fanatizados secuestró el orden natural capitalista, se apoderó de un enorme imperio, introdujo un sistema absurdo que al cabo de unas décadas se derrumbó solo o con la ayuda de algunas picotas, como el muro de Berlín.
La verdad es que fácilmente les podríamos conceder esa teoría a los eminentes ideólogos. Porque el punto decisivo es que el orden capitalista que ellos defienden… no es natural, ni inmutable, ni eterno. Es histórico. Y la historia de nuestra época, de nuestros días, demuestra su carácter finito, caduco, moribundo. Así las cosas, recordar en estos días “el fin del comunismo” no deja de ser un ejercicio estéril o inapropiado, como mentar la soga en la casa del ahorcado.
Y por eso es necesario volver a los días de octubre: porque nos hablan con fuerza, con vida. Nos dicen lo que “necesitamos escuchar”; nos muestran “los mecanismos de acción”, “la operación de los factores…”. Las revoluciones modernas ‑como fueron inauguradas en Rusia, con sus acontecimientos y giros, sus terribles dilemas y sus audaces decisiones, sus logros heroicos y sus errores monumentales, su rectitud infinita y sus constantes desviaciones- no reniegan de su carácter histórico: canalizan lo nuevo, aglutinan la voluntad de cambiarlo todo, elevan a una clase, unen a un pueblo, y le dan forma a la dignidad, que hoy, tal como en vísperas de 1917, comienza a reunir sus fuerzas.