Funerales de un régimen

Aylwin aseguró la continuidad del bloque burgués dominante que se había formado en la parte final de la dictadura bajo un nuevo régimen político. Sus objetivos principales: ahogar a las organizaciones sociales, cooptar y corromper a sus dirigentes, acallar las demandas y reivindicaciones, subordinar toda respuesta popular a los esquemas del régimen; crear las condiciones para la inminente ola de inversiones de capital extranjero en la minería y en la explotación de otros recursos naturales, y garantizar y proteger la subsistencia de los grupos económicos creados mediante el saqueo del Estado durante la dictadura.

Alcanzó una edad avan­za­da, más de 90 años. Fue demo­cra­ta­cris­tiano y un cer­cano cola­bo­ra­dor del pre­si­den­te Eduardo Frei Montalva. Hizo carre­ra al ale­ro del Estado. Fue uno de los prin­ci­pa­les pro­mo­to­res del gol­pe mili­tar del 11 de sep­tiem­bre de 1973. Hablamos, por supues­to, de Sergio Arellano Stark, gene­ral de Ejército, trai­dor y asesino.

El dece­so del jefe de la Caravana de la Muerte pre­ce­dió en poco más de un mes al de Patricio Aylwin, quien fue (ya lo sabe­mos) demo­cra­ta­cris­tiano, cola­bo­ra­dor de Frei, gol­pis­ta, en fin. Y, sin embar­go, uno murió como cri­mi­nal y el otro es con­si­de­ra­do un estadista.

El golpista

Arellano y Aylwin no eran igua­les; uno mili­tar, el otro polí­ti­co; uno eje­cu­tó la masa­cre, el otro pro­pi­ció las con­di­cio­nes para que se rea­li­za­ra; uno ter­mi­na­ría ais­la­do, el otro lle­ga­ría ocu­par el más alto car­go del Estado. No, no eran igua­les, pero for­ma­ban par­te de lo mis­mo: la cons­pi­ra­ción diri­gi­da por Estados Unidos para derro­car al gobierno de Allende y gol­pear de mane­ra dura­de­ra a la orga­ni­za­ción de la cla­se tra­ba­ja­do­ra en Chile. La DC espe­cu­ló que, tras un bre­ve baño de san­gre, vol­ve­ría al poder en una demo­cra­cia con un pue­blo más some­ti­do. El impe­ria­lis­mo, sin embar­go, optó por Pinochet y un lar­go baño de san­gre, “sin pla­zos, sino metas”. El refor­mis­mo bur­gués de la DC, alen­ta­do y finan­cia­do en la déca­da de los ’60 por EE.UU., ya no corres­pon­día a las exi­gen­cias de una épo­ca mar­ca­da por el fin del lar­go ciclo de expan­sión del capi­tal lue­go de la II Guerra Mundial y por la nece­si­dad de des­truir a las fuer­zas revo­lu­cio­na­rias en América Latina.

Mientras el Mapocho se des­bor­da­ba de san­gre y cadá­ve­res, Aylwin via­jó por el mun­do defen­dien­do a la dic­ta­du­ra. Pero lue­go de un tiem­po que­dó cla­ro que la estra­te­gia demo­cra­ta­cris­tia­na había fra­ca­sa­do. El ascen­so de Pinochet, la DINA, Jaime Guzmán, etc., sig­ni­fi­có la derro­ta de la DC. En el Ejército, los hom­bres como Arellano son des­pla­za­dos: otro, como el gene­ral Óscar Bonilla, mue­re en las pro­ver­bia­les “extra­ñas circunstancias”.

En la pro­pia DC sur­gen crí­ti­cas. Sectores de ese par­ti­do y de la Iglesia Católica comien­zan a asu­mir una pos­tu­ra anti­dic­ta­to­rial. Frei y Aylwin per­ma­ne­cen impa­si­bles y dis­tan­tes de ini­cia­ti­vas como la Vicaría de la Solidaridad. Sólo en 1980, cuan­do ya se suma­ban los sig­nos de reac­ti­va­ción de las luchas popu­la­res, la Democracia Cristiana se decla­ra opo­si­to­ra al régi­men. Y nue­va­men­te, es Estados Unidos quien da el impul­so para ese giro polí­ti­co. Washington unge a la DC como futu­ro reem­pla­zo civil y demo­crá­ti­co de una dic­ta­du­ra que ya no se aco­mo­da­ba a las nece­si­da­des del capital.

El imperialismo y el régimen

En efec­to, en medio de las movi­li­za­cio­nes de masas y las luchas de cla­ses de los años ’80, se cris­ta­li­za un nue­vo y homo­gé­neo blo­que bur­gués, asen­ta­do en gran­des gru­pos eco­nó­mi­cos loca­les sur­gi­dos gra­cias al Estado, en el capi­tal forá­neo y, de mane­ra subor­di­na­da, de los capi­ta­les inter­nos meno­res. En torno a ese blo­que, se crea­ría ‑ya en ese período- un régi­men polí­ti­co a seme­jan­za de la homo­ge­nei­dad de la cla­se domi­nan­te, incor­po­ran­do a un vas­to arco de par­ti­dos polí­ti­cos, a las orga­ni­za­cio­nes empre­sa­ria­les, a las Fuerzas Armadas, a la Iglesia, medios de comu­ni­ca­ción, y la sumi­sión al impe­ria­lis­mo, entre otros com­po­nen­tes. En todo el siglo XX la cla­se domi­nan­te no había logra­do seme­jan­te gra­do de cohe­sión y, cier­ta­men­te, esa uni­for­mi­dad no ten­dría paran­gón en la América Latina contemporánea.

Es decir, mien­tras los mili­tan­tes y sim­pa­ti­zan­tes de la DC esta­ban en las calles, en las pobla­cio­nes, uni­ver­si­da­des, en el movi­mien­to sin­di­cal, etc., enfren­tán­do­se a la dic­ta­du­ra, los diri­gen­tes de su par­ti­do ya pre­pa­ra­ban la con­ti­nui­dad de esa mis­ma dic­ta­du­ra. Pero lo que debía con­ti­nuar no era la for­ma polí­ti­ca de la dic­ta­du­ra, sino de su con­te­ni­do social y eco­nó­mi­co: el aplas­ta­mien­to y la super­ex­plo­ta­ción de la cla­se tra­ba­ja­do­ra y el saqueo del país.

Patricio Aylwin demos­tró ser un diri­gen­te excep­cio­nal­men­te ade­cua­do para cola­bo­rar en esa tarea. Así lo hizo cuan­do alcan­zó la pre­si­den­cia. No dejó gran­des obras, no empren­dió refor­mas impor­tan­tes. Simplemente, ase­gu­ró la con­ti­nui­dad del blo­que bur­gués domi­nan­te que se había for­ma­do en la par­te final de la dic­ta­du­ra bajo un nue­vo régi­men polí­ti­co. Sus obje­ti­vos prin­ci­pa­les: aho­gar a las orga­ni­za­cio­nes socia­les, coop­tar y corrom­per a sus diri­gen­tes, aca­llar las deman­das y rei­vin­di­ca­cio­nes, subor­di­nar toda res­pues­ta popu­lar a los esque­mas del régi­men; crear las con­di­cio­nes para la inmi­nen­te ola de inver­sio­nes de capi­tal extran­je­ro en la mine­ría y en la explo­ta­ción de otros recur­sos natu­ra­les, y garan­ti­zar y pro­te­ger la sub­sis­ten­cia de los gru­pos eco­nó­mi­cos crea­dos median­te el saqueo del Estado duran­te la dic­ta­du­ra. Para ello tam­bién fue nece­sa­ria la des­truc­ción de las orga­ni­za­cio­nes revo­lu­cio­na­rias. La fae­na dejó varias dece­nas de muer­tes demo­crá­ti­ca­men­te impunes.

El problema moral

¿Qué deja Aylwin para la his­to­ria? Nada, excep­to un pro­ble­ma moral.

No era un inte­lec­tual, ni un hom­bre de gran volun­tad o acción. Su hori­zon­te ideo­ló­gi­co fue impre­ci­so; y su caris­ma, limi­ta­do y ambi­guo. Lo que le sir­vió fue en gran medi­da su doblez e hipo­cre­sía, su capa­ci­dad para sos­te­ner posi­cio­nes con­tra­dic­to­rias y enga­ñar a sus inter­lo­cu­to­res. Son esos los ras­gos que defi­nen la per­so­na­li­dad polí­ti­ca de Aylwin. En el medio en que se movía, esas mane­ras eran aceptadas.

Donde no se acep­tan esos méto­dos, por ser repu­tados trai­cio­ne­ros y sucios, es en el pue­blo. No tole­ra ni los medios ni los fines des­ho­nes­tos e inmo­ra­les. Y esa con­tra­dic­ción es el fon­do del lega­do his­tó­ri­co que deja Aylwin.

aylwin

Hoy, algu­nos quie­ren sal­var­lo de un jui­cio con­de­na­to­rio. Celebran su famo­sa fra­se de “la jus­ti­cia en la medi­da de lo posi­ble” como una expre­sión de mode­ra­ción y sen­sa­tez. La pre­si­den­ta de la República inclu­so decla­ró que con eso se abrió un camino al enjui­cia­mien­to de los cri­mi­na­les de la dic­ta­du­ra. La mis­ma idea fue ofre­ci­da por el máxi­mo diri­gen­te del Partido Comunista. Eso es fal­so. “Justicia en la medi­da de lo posi­ble” sig­ni­fi­ca­ba algo muy pre­ci­so: pun­to final, la apli­ca­ción gene­ral de la ley de amnis­tía, con la excep­ción de dos o tres “casos emble­má­ti­cos”. Es decir, una “jus­ti­cia” a la medi­da de los ase­si­nos. Que eso no haya resul­ta­do exac­ta­men­te así, es el resul­ta­do de las luchas en con­tra de la impu­ni­dad y, en gene­ral, fra­ca­so del dise­ño de Aylwin.

Historia viva e historia muerta

Otros lo excul­pan de haber favo­re­ci­do, duran­te a su gobierno, a Pinochet, a las ins­ti­tu­cio­nes engen­dra­das por la dic­ta­du­ra. Sostienen que es injus­to exi­gir­le una con­duc­ta dis­tin­ta. Dicen que en ese perío­do exis­tía el peli­gro de un nue­vo gol­pe. Eso es men­ti­ra. Y no sólo por­que no había con­di­cio­nes para ello ‑EE.UU. no lo hubie­se permitido‑, sino por­que la con­ser­va­ción del poder polí­ti­co de las FF.AA., de Pinochet, y la garan­tía de la impu­ni­dad del ex-dictador, era par­te sus­tan­cial del nue­vo régi­men polí­ti­co que todos sus com­po­nen­tes apo­ya­ban. Estaban de acuerdo.

Así, quie­nes hoy defien­den a Aylwin, en reali­dad sólo quie­ren sal­var­se a sí mis­mos. Lo usan, se escu­dan en su esti­lo aus­te­ro; pre­ten­den uti­li­zar los sin­gu­la­res actos inmo­ra­les de Aylwin para cubrir su inmo­ra­li­dad gene­ral, indis­cri­mi­na­da y banal. Es un tris­te final. Los pro­pó­si­tos que encar­na­ba el falle­ci­do pre­si­den­te, hace tiem­po han fra­ca­sa­do. El par­ti­do que enca­be­zó hace años ha muer­to. Y el régi­men que ayu­dó a crear sólo nece­si­ta ser ente­rra­do. Sin hono­res ni pom­pas fúnebres.