En sus inicios, el primero mayo fue concebido como una jornada de lucha internacional de lucha por las ocho horas. Ocho horas de trabajo, ocho horas de descanso y ocho horas para la recreación, la cultura, la vida social y familiar, fue la consigna levantada en 1890 por las organizaciones políticas y sindicales de los trabajadores en los países europeos y también en el continente americano. El objetivo era levantar una demanda común de los trabajadores que fuera más más allá de las reivindicaciones nacionales, locales o de ramas de la industria. Pero se puede decir que la motivación principal fue convocar a una demostración de la capacidad acumulada por los partidos, sindicatos y organismos sociales y culturales de la clase trabajadora. Se trataba de pasar revista de la fuerza construida, de la experiencia reunida, en los años de lucha precedentes. A veces, de manera festiva y solemne, otras veces, luchando en las calles, los desfiles de las familias trabajadoras en el primero de mayo superan en significado histórico y expresión de poder a las más imponentes paradas militares.
Hoy, también pasamos revista de nuestras fuerzas, revisamos y contrastamos la experiencia adquirida. Debemos considerar los formidables avances realizados en los últimos años. Las monumentales marchas y el paro nacional en contra de las AFP, el levantamiento en la X región e innumerables luchas en todos los ámbitos, por las demandas económicas, por la vivienda, la salud y la educación, por la preservación de las condiciones de vida de las comunidades frente a la acción rapaz del capital, la movilización solidaria, desde la base del pueblo, a propósito de los incendios forestales, las manifestaciones por los derechos de las mujeres, etc., marcaron el año anterior y el inicio del 2017. Esa amplia experiencia de lucha se ha expandido a vastísimos sectores de la población.
Es de esperar, aun descontando los habituales conflictos entre organizadores y convocantes diversos, consignas y planteamientos contrapuestos, que ese espíritu se refleje también en este primero de mayo.
Y, sin embargo, sabemos que esta jornada se realiza en condiciones extraordinarias, en un mundo en zozobra y en un país en que nada parece moverse de verdad. Las instituciones, los sistemas de poder, que atan a este mundo al sistema capitalista, se desintegran frente a nuestros ojos. En su caída, proyectan pesadas sombras y peligros. La crisis general del capital, lo hemos dicho antes, se manifiesta en la pérdida de dirección de la clase dominante sobre las sociedades. Pero si esa clase no es derrocada, aquella falta dirección sólo aumenta las penurias de los pueblos, sólo incita a más guerras y a la incertidumbre general sobre el futuro.
En Chile, ese proceso recorre un camino muy especial. También aquí vivimos la desintegración de un orden, es decir, de las instituciones del régimen burgués. En los institutos armados más grandes, el ejército y Carabineros, el súbito destape de la corrupción de siempre ha paralizado a la oficialidad y ha acentuado, subterráneamente, sus divisiones internas. En pocos años, la Iglesia Católica ha perdido una parte apreciable de la influencia que ostentaba en la sociedad. Los gremios y combinaciones empresariales que hasta hace poco fijaban las pautas, también se debilitan, en la medida en que sus manejos quedan expuestos a la luz pública.
Lo mismo ocurre, por ejemplo, con los partidos políticos y sus coaliciones, que se fragmentan y persiguen intereses cada vez más específicos y limitados. El propio sistema político se ha modificado: de un presidencialismo extremo hemos pasado a una especie de gobierno parlamentario, en que cada medida política debe ser trabajosamente negociada con diputados y senadores – y sin que alguien hubiese cambiado la Constitución. Esta creciente dispersión domina también lucha política electoral. Por ejemplo, la decisión de una debilitada Democracia Cristiana de presentar una candidatura propia representa el intento de extorsionar a sus socios de la Nueva Mayoría y obtener las máximas concesiones antes de agosto, cuando deban inscribirse efectivamente las candidaturas. El objetivo principal es, como el de todos los partidos, de asegurar su representación en el parlamento, y sólo en segundo lugar, de ganar la elección presidencial. Pero ¿si las distintas fuerzas políticas no aspiran a gobernar el país, para qué existen? Está claro que es ese cálculo el que favorece una victoria de Piñera, cuya administración, en todo caso, estaría condicionada y limitada por un Congreso en que los partidos de todo color buscarán tomar decisiones en conjunto. Este enfoque es también compartido por los sectores de izquierda agrupados en el Frente Amplio que buscan hacerse con parte de la dispersión del electorado del Nueva Mayoría. Sin perjuicio de sus planteamientos críticos o progresistas, su propósito explícito es asegurar “una bancada” en el parlamento, no realizar un programa de reformas. Entienden, al igual que todos los demás, que la contienda electoral se decidirá entre un grupo cada vez más pequeño de la población que aún respalda con su voto a los partidos del sistema. Es decir, no representan una alternativa diferente, sino que son un factor más de la fragmentación política dentro del régimen.
Esa desintegración se extiende también a las organizaciones sindicales. El derrumbe de la CUT ya es un hecho. Ha saltado en decenas de pedazos. Las tratativas y manejos de la cúpula ‑que existen desde su constitución a fines de la década los ’80, y que habían creado una central sindical dócil o inerme, o las dos cosas a la vez- hoy, simplemente sirven de acelerante para el estallido. La debacle es una extensión de la crisis política del régimen; arrastra también a las corrientes e iniciativas que tradicionalmente se le habían opuesto bajo las banderas de la regeneración del movimiento de trabajadores y de la independencia de clase. Al quedar abatida la CUT, la prédica de una organización sindical que sea mejor que ella, es decir, más combativa o simplemente más honesta, pierde fuerza también. No porque no haga falta, sino porque el rol potencial de una central sindical debe ser el de orientar al conjunto de los trabajadores.
Esta paradoja se refleja también en el movimiento No más AFP: en la medida en que depende de que otros, es decir, los partidos políticos, “recojan” las demandas que se expresan en la calle, la fuerza de las movilizaciones sufre la misma dispersión y tergiversación. Al clamor popular, el gobierno ha respondido con un plan que ni siquiera es un avance insuficiente, sino que es, al contrario, el blindaje del saqueo que realizan los grandes capitales.
En otras palabras, cuando pasamos a revista a nuestras fuerzas hoy, no podremos evitar mirar en derredor y constatar un hecho cardinal. Hoy, la clase trabajadora está sola.
No cuenta con benefactores ni amigos en las alturas. No cuenta, en lo fundamental, con posibilidades de reformas o mejoras, aunque sean parciales, promovidas por los defensores del sistema. Se enfrenta, en cambio, a la ruptura total de los nexos del régimen político ‑de sus partidos, de las organizaciones que éstos aún tratan de manejar- con la sociedad. Se enfrenta a la falta de dirección de la clase capitalista. Se enfrenta a sectores de la población, más acomodados, que, temerosos, prefieren respaldar el orden existente o tejer ilusiones de que se pueden realizar cambios que no toquen los problemas fundamentales del país.
Y el problema fundamental del país lo podemos resumir en una palabra: es el futuro. Los sueldos, los hospitales, las viviendas o la educación, o sea los problemas del presente, no tienen una solución real bajo un orden que es incapaz de dirigir.
Los trabajadores están solos, enfrentados al problema de su futuro, mientras el sistema que impera sobre ellos se desmorona. Y la solución está en nosotros, y sólo en nosotros. Aquellos que ya no se pueden gobernar a sí mismos, que hunden al mundo en el caos, sostienen que los trabajadores no pueden gobernar. Ellos nos necesitan, pero nosotros no los necesitamos a ellos.
Si los trabajadores no atacamos el problema de raíz, el futuro es negro. Las grandes convulsiones, las reacciones violentas, el desorden, será inevitable. Si nosotros actuamos, en cambio, actuamos con responsabilidad, podremos darle una orientación y un cauce al devenir de nuestra patria.
No es éste el momento de “oportunidades” políticas y sociales que se puedan “aprovechar”. No es el momento de los intelectuales y los políticos. Es el momento de que nosotros como pueblo, como hombres y mujeres trabajadores, asumamos nuestro papel de dirigir. Estamos en perfectas condiciones de hacerlo, pues, nosotros levantamos este país, este mundo, cada día, con nuestro trabajo. Nosotros sabemos que dirigir es actuar, actuar con confianza en nuestras propias fuerzas. Sabemos que dirigir es construir el futuro de nuestros hijos con la certeza de que serán mejores que nosotros, pues habrán aprendido, como nosotros lo hicimos, del sacrificio de sus padres.
En este primero de mayo, pasemos, entonces, revista a nuestras fuerzas. Que se levanten, como siempre, las banderas legadas de las luchas del pasado, el ejemplo de los mártires, los llamados a organizarse y unirse. Pero, sobre todas las cosas, saludemos con serenidad, en nuestras casas, en las calles de nuestros barrios, el futuro que irradian los rostros de nuestros niños y jóvenes, y nuestra decisión y confianza de cambiarlo todo. Esa es la fuerza que es invencible.