Llegaron en completa soledad. El toque de queda no regía para ellos. Su salvoconducto eran los mensajes y órdenes que habían recibido: atacar, golpear, amedrentar a hombres, mujeres y niños. Las instrucciones decían que debían ser “más de diez huevones”, pues de lo contrario, serían ellos mismos a los que “les sacarían la cresta”. No hubo cuidado. Entre comerciantes, camioneros, policías de civil, terratenientes, y varios de sus trabajadores, formaron un grupo apreciable. Aunque seguramente más de alguno iría “cargado”, esa noche, bastarían palos y fierros. Actuarían sobre seguro. Los protegería Carabineros, que les ayudaría a acabar con los comuneros que luchan por la libertad de los presos políticos mapuche.
Los sucesos de Curacautín y otras localidades en la noche del 1º de agosto provocan indignación general, pero también temor y confusión. Algunos ven el ataque como el primer paso de un plan del gobierno para desencadenar una ola de venganza reaccionaria. Otros se lamentan de un racismo latente entre los chilenos y que ahora se habría descargado violentamente.
Sin embargo, los efectos no pueden estar antes que las causas; ambos tienen un orden en la realidad. La prensa y el gobierno justifican los hechos: “vecinos” o “ciudadanos”, ya “cansados” ‑no por la hora avanzada, se entiende, ni por el trago que los envalentonó, sino… “cansados del terrorismo” de los mapuche- actuaron para “recuperar su municipalidad tomada”. Los críticos, en cambio, creen ver justamente ahí la causa: es el desprecio a los pueblos originarios lo que provoca la violencia de esos “vecinos”.
Pero ¿quiénes son los que juntan en bandas para intimidar? La asonada represiva de Curacautín ocurre en una tierra que ha sido ya regada abundantemente con sangre de campesinos y trabajadores ‑la mayoría de ellos, naturalmente, mapuche- que se han levantado por sus derechos. En ese afán han chocado una y otra vez con una pequeña capa propietaria que se hizo del control de las tierras agrícolas, de las explotaciones forestales y del comercio en la zona. Y han enfrentado al ejército, la policía y a las guardias blancas de los ricos. Así fue en Ranquil en 1934, durante la reforma agraria y el período de la Unidad Popular, y con el golpe de 1973, que en Malleco y Cautín comenzó, no en septiembre, sino ya en julio de aquel año. Así fue durante la dictadura. Y así fue durante esta infame “democracia”.
Los que hoy se juntan para aterrorizar, son los mismos de siempre. Es la tropa de ocasión, conformada por los hijos de los ricos, la policía, y por muchos que se han beneficiado mínimamente de este orden de cosas. Por ejemplo, la dictadura premió a quienes la apoyaron con tierras usurpadas de la reforma agraria; hay varios allí que le deben un favor a la bota militar. Todos ellos se juntan para defender intereses económicos, el despojo, la explotación. Su racismo es un efecto, no la causa.
¿Se trata, entonces, de un plan del gobierno? ¿Quiere el nuevo gabinete organizar una escalada de represión? El ministro del Interior recién nombrado viajó el mismo día a la región. Allí, se sumó al coro de las amenazas de la ultraderecha. Sin duda, no hizo nada para impedir la agresión y, probablemente, señaló su apoyo. Pero no hay que perder de vista las dimensiones y la situación real. Por lo pronto ‑digamos la verdad- al señor Víctor Pérez Varela lo tendría bastante exigido la organización de un asado ¡ni hablar del diseño de un plan político! No. Es efecto, no causa. Los acontecimientos de Curacautín reflejan la creciente debilidad del gobierno, no su fortaleza. Expresan, de hecho, cómo distintos sectores de la clase dominante pretenden buscar, desesperadamente y cada uno por su lado, una salida a una crisis. En este caso, se trata de quienes recurren a métodos fascistas. Son las ratas que emergen del basurero de la sociedad y muestran su hocico inmundo. Es lo peor de lo peor.
Esta plaga no podrá extenderse. El pueblo se ha dotado, en años de lucha, de fuerzas insuperables. Las ha manifestado en el levantamiento de octubre. Una de esas fuerzas es su asombrosa decisión de adoptar como su bandera la reivindicación de nuestros ancestros, nuestra comunión con lo mapuche. Ha reiterado, con ese gesto, simplemente, los ideales de los libertadores, los símbolos de nuestra primera independencia. No hay racismo en nuestro pueblo, sino la decisión de terminar con todo tipo de opresión y explotación. Las organizaciones mapuche seguirán siendo objeto de ataques y amenazas si se mantienen aisladas, si esperan lograr algún tipo de trato con este gobierno o con otro. Si se convierten en parte de este gran movimiento de liberación que recorre nuestro país, en cambio, verán como sus demandas históricas serán la causa de todos. Este régimen caerá, y pronto. Se barrerá con una estructura caduca y carcomida; con ella se irán, también, todos los bichos indeseables.