Como un rayo, se ha dicho, se descargó el 18 de octubre sobre Chile. Y es verdad. Iluminó la real faz del país. Mostró quién es parte del pueblo; y exhibió a quiénes son sus enemigos. Manifestó los grandes objetivos y demandas de Chile; y develó los obstáculos e intereses que impiden su realización. Derribó mitos, ídolos, mentiras y no pocas ilusiones. En esa claridad está el significado profundo del levantamiento popular. Puso las cosas en su lugar.
Hoy, un año después, es imposible ver en el 18 de octubre una simple efeméride histórica. ¿Cómo se puede recordar, si la historia está en pleno movimiento? Incluso, una fría evaluación de los hechos, de los avances y retrocesos, es ajena a este aniversario. ¿Qué se ha logrado que sea definitivo y real, y qué derrotas se pueden valorar, cuando se está en medio de la batalla?
Por supuesto, hay quienes quisieran hacer ya un balance definitivo. Lo quiso hacer el gobierno cuando ordenó la represión de los escolares que se manifestaban en el metro. Como en una pieza musical, la brutalidad policial iba in crescendo: martes, miércoles, jueves… ese viernes, todo Santiago sabía que algo iba pasar. Entonces, Piñera quiso cerrar el asunto con el despliegue de las Fuerzas Armadas. El resultado que obtuvieron gobernante y militares fue una devastadora derrota política y moral en manos de un pueblo unido, movilizado y sin miedo alguno. Finalmente, los partidos del régimen, exasperados con la parálisis del gobierno y jefes militares, tomaron la iniciativa. Quisieron poner punto final al levantamiento popular con su acuerdo constitucional en noviembre. Al revés de lo que mucha gente cree, ese trato no fue cerrado “entre cuatro paredes”, en una sala de reuniones, o en una “cocina” de aquellas, sino, literalmente, en el baño de hombres del antiguo Senado. Así lo han revelado, con la distancia que da el tiempo transcurrido, sus partícipes, inconscientes ‑como en todo- del significado, real y simbólico, de sus acciones.
El acuerdo fallido
Esta clausura tampoco perduró. Lo que debía ser un gran acuerdo de los partidos del régimen ha terminado en su fragmentación y división interna. Lo que debía ser una salida política “institucional” ha devenido en una sorda trifulca entre “apruebo” y “rechazo”. Tan sorda es esa pelea, que el más señalado de los jefes políticos reaccionarios, Pablo Longueira, reapareció de su exilio interno para pedir a la derecha que vote “apruebo” para no sucumbir enteramente. Y hay más. Todos ellos, los de izquierda, centro y derecha, saben que, si se materializa la famosa convención constitucional, el poder del régimen se dispersará más, y su crisis se hará más profunda. Ya ha quedado claro: su pacto se fue ‑hay que decirlo así- por el excusado de la historia.
No sólo se quedaron sin acuerdo, sino que, además, le dieron al pueblo un plebiscito. Y éste lo ha recogido como un triunfo suyo, en el mismo sentido, por ejemplo, en que giró su 10% de las AFP. Lo que debía ser una pequeña concesión para envolver sus grandes maniobras, termina sembrando el caos en el régimen, mientras el pueblo, impertérrito, toma lo que es suyo.
El camino del pueblo
Esa es la manera de interpretar el plebiscito próximo. El pueblo se fortalece; ellos ‑el gobierno, los políticos, los dueños de los grupos económicos, los altos mandos militares, los jueces corruptos- se debilitan. Quienes objetan, con buenas razones, el plebiscito y el “proceso constituyente” no deberían olvidar ese hecho, que es más sólido y firme que cualquier leguleyada y engaño político.
Debiera llamar la atención, en este mes de aniversarios, que nadie se atreviera seriamente hacer paralelo entre el plebiscito próximo y aquel realizado por la dictadura en 1988. La diferencia es evidente. Entonces, ya estaba formando una poderosa alianza entre casi todas las fuerzas políticas, las fuerzas armadas, el capital foráneo y los grupos económicos que habían tomado las riendas de la clase dominante durante la dictadura. Hoy, ese bloque yace destruido e incapaz de levantar otro que lo reemplace.
El pueblo, en tanto, toma ahora su propio camino y, también, se podría decir, sus propios desvíos. Las fuerzas revolucionarias deben conducir, pero para ello deben acompañar al pueblo siempre.
Las lecciones de octubre
Eso es lo único importante. Y es la única lección constante, maciza, que se puede sacar del levantamiento del 18 de octubre de 2019: aquí ya no hay vuelta atrás.
El levantamiento popular en Santiago se extendió a todo el país en un día. Desde entonces, el pueblo no ha dejado de luchar un solo minuto. Ha llenado avenidas y plazas; ha rendido sus sacrificios, sus muertos, sus heridos, sus presos; ha enfrentado las arremetidas de los criminales; ha resistido a la pandemia y al derrumbe económico; se ha organizado y se ha instruido en la acción; ha medido su poder y ha reconocido a sus enemigos. Chile es hoy la esperanza de los pueblos de América y del mundo; en ninguna parte se ha hecho claridad como en esta tierra.
Todo lo demás, todo lo que viene, está por definirse, en medio de luchas que serán más duras y difíciles. Las condiciones inmediatas están marcadas por las consecuencias de la pandemia y por la crisis económica. Es necesaria la unidad, la cohesión y la lucha en torno a las demandas más inmediatas que han determinado la acción de nuestro pueblo, no desde el 18 de octubre, sino desde hace décadas. Trabajo, salud, vivienda, educación, justicia, dignidad: esos son las banderas principales del momento. La organización, la lucha constante, la línea tajante entre pueblo y sus enemigos, la claridad y la conciencia, son el motor que propulsa el camino a cambiarlo todo.