“¡El avión, el avión!” La puesta en escena de la llegada de la vacuna a Chile recordó a una producción de Hollywood. No de esas grandes sí, destinadas a competir por los premios Oscar. Más bien, sería de clase B o de serie de televisión, como la “Isla de la Fantasía”. Y el acto tuvo mucho de fantasía. Dos cajas, diez mil dosis, es decir, vacunas para cinco mil personas. Su efecto sanitario es irrelevante. No es muy distinto a una muestra médica: pequeñas cantidades un medicamento que las farmacéuticas entregan a la discreción de los médicos. Es una “cortesía”, a cambio de que después los prescriban, a precios inflados, a los pacientes.
En este caso, las vacunas de la multinacional estadounidense Pfizer, sin duda, no fueron regaladas, sino compradas a un alto precio ‑que se mantiene en secreto, al igual que las otras condiciones exigidas por la empresa- para cumplir un objetivo político y de propaganda: ser “los primeros en la fila” para la supuesta solución al covid-19.
El espectáculo en Chile no es muy distinto al de otros gobiernos que quieren esconder o hacer olvidar el fracaso de su gestión frente a la pandemia. Por supuesto, Piñera, como siempre, se excede, tanto en el fracaso, como en el espectáculo.
Contrasta lo simbólico, es decir, lo pequeño, del envío, con la llegada de 300 mil dosis de la vacuna rusa Sputnik V a Argentina. Y en las naciones industrializadas, Estados Unidos y los países de la Unión Europea, ya se están administrando a millones de personas. Es sólo el inicio de un largo y contradictorio proceso.
Las contradicciones
Las contradicciones son las del capitalismo. Las vacunas son el resultado de un increíble avance de la ciencia y de una orientación práctica para enfrentar un problema común de la humanidad. No habría sido posible desarrollar con tanta rapidez candidatos de vacunas, si los trabajos desperdigados de los especialistas no hubiesen confluido en un objetivo común. La clave (a veces, secreta) fue la cooperación entre científicos, incluso en medio de la competencia entre laboratorios, instituciones y países. Ese esfuerzo fue dirigido por los Estados. Sin ninguna excepción. La mayor parte de las distintas vacunas que se van a aplicar fueron desarrolladas por organismos públicos: universidades y centros de investigación. Cuando fueron laboratorios privados, los Estados pagaron los costos. Y las grandes compañías farmacéuticas que las van a fabricar y distribuir, también tienen la inversión hecha. Así ocurrió con la vacuna que vende Pfizer, la que llegó a Chile. El Estado alemán financió las investigaciones genéticas de la empresa Biontech, de ese país, que creó el compuesto. Y el fisco de Estados Unidos subsidió al conglomerado norteamericano Pfizer para que lo produzca, además de comprarle 100 millones de dosis. Así nomás, sin licitación ni nada, aunque se trate de la vacuna más cara y complicada de manejar de todas las que se conocen.
Es decir, sin la dirección del Estado, sin cooperación, sin el afán de ayudar y salvar vidas, no existiría la vacuna. Pero bajo este sistema, todo ese despliegue humanitario es apropiado por el capital, que hace un negocio inmejorable.
Sin invertir nada, sin investigar nada, sin arriesgar nada y sin ayudar a nadie, las grandes multinacionales adquieren grandes mercados mundiales que dominan enteramente, en que fijan el precio a su conveniencia y se aseguran una demanda perfecta para su producto: potencialmente, toda la población mundial.
Como todo monopolio mundial, su despliegue es desigual. Estados Unidos, los países europeos y otras grandes potencias industriales se aseguran la vacunación de la mayor parte de su población. Para las naciones dependientes, en cambio, el desenvolvimiento de la inoculación será como en todo lo demás: dominado, desigual y explotado. Las consideraciones políticas de algunos Estados, como China o Rusia, podrían morigerar la situación en algunos países pobres. También existe una especie de bolsa de vacunas, organizada por la ONU, destinada a ayudar a los más desfavorecidos. Pero incluso esas medidas, son expresiones, no excepciones, del sistema.
En el mundo subdesarrollado y en América Latina, la excepción es Cuba. Es el único país que ha presentado al mundo dos candidatos de vacuna viables: Soberana 01 y Soberana 02; además avanzan los trabajos en otros dos prototipos, bautizados Mambisa y Abdala. Las dos primeras están iniciando la fase II de las pruebas, por lo que su aplicación, probablemente, se podrá realizar en el segundo semestre de 2021. La excepción confirma la regla. Pero esa excepción, realizada por una sociedad con grandes carencias económicas, aislada y hostilizada, surge justamente de un principio de organización social opuesto al sistema imperante.
En resumen: para que exista una vacuna, deben movilizarse todas las capacidades de la sociedad; para que pueda servir a su propósito de salvar vidas, sin embargo, el remedio debe convertirse en mercancía y fuente de ganancias de un grupo minúsculo.
Mentiras y verdades
Sobre estas contradicciones opera la reacción. Toma las inconsistencias, reales o imaginarias, y las convierte en consignas políticas. Algunos creen que se trata sólo de “teorías conspirativas” creadas por gente que pasa demasiado tiempo en internet. Pero eso es sólo su apariencia externa. No es casualidad que los negacionistas de la pandemia y los anti-vacuna se asocien comúnmente al fascismo, la ultraderecha o a religiosos reaccionarios. Su ideología se basa, justamente, en la confusión y el encubrimiento. Disfrazan el capitalismo, que ellos defienden, con su denuncia al “nuevo orden mundial”. Esconden su apoyo al capital con acusaciones a algún magnate individual que emplearía un poder imposible y misterioso. Y así, sus maldades estarían ocultas en las propiedades microscópicas de una vacuna, no en el poder abierto y real que ejerce una clase sobre todos los aspectos de la vida social. La corrupción y las iniquidades del sistema no están escondidas en algún lado: todo el mundo las vive diariamente. Está claro lo que pretenden quienes agitan el miedo a las vacunas: defender el orden existente, y dañar y atacar a quienes más sufren, con la pandemia, con las carencias económicas, con las injusticias.
Que algunos agiten los mitos y los temores sobre la vacuna, no cambia en nada el hecho de que mucha gente tenga dudas y reticencias. Tiene preguntas y ¿quién las responde? Autoridades y expertos son rápidos en contestar, palabras más, palabras menos: “tranquilos, confíen nomás.” Los primeros no quieren que se hable mucho del asunto. No quieren que se indague en sus manejos y sus errores. Y muchos especialistas tienen problemas en reconocer que el conocimiento científico es aproximado y tentativo.
Los que mandan no confían en el pueblo, en su juicio, su cultura y sus valores. En cambio, piden una confianza que ellos no merecen.
La verdad es que no hay ninguna indicación de que las vacunas contra el covid-19, individualmente, produzcan un daño a la salud mayor o distinto a las otras vacunas ya conocidas por largas décadas. Eso vale también para aquellas que se aplican por primera vez en la historia, las construidas bajo el principio del ácido ribonucleico mensajero, es decir, una forma de manipulación genética, como la de Pfizer o la del laboratorio Moderna.
Pero también es verdad que su eficacia exacta frente a la pandemia es desconocida. No se sabe cuánto dura la inmunización (al final, eso recién se determinará cuando se compruebe que personas vacunadas comiencen a contagiarse con el coronavirus), no se sabe en qué grado reduce la transmisión del virus, entre muchos otros aspectos.
En otras palabras, el problema no es la vacuna misma, sino qué se hace con ella y para qué fin. Y ese problema merece la atención de todos; ahí, sí hay que desconfiar.
¿Para qué sirve la vacuna?
Primero, no es simple coincidencia que los países que no han controlado la diseminación del covid-19, sean los más desesperados por administrarla cuánto antes y a la mayor cantidad de personas posible. Su objetivo es lograr la famosa inmunidad de rebaño; un propósito que se persiguió en el inicio de la pandemia y terminó en un desastre. Ahora muchos quieren repetir el error.
Para eso hay que tener en cuenta algo elemental. La vacuna no impide los contagios. Los anticuerpos que genera evitan que se desarrolle la enfermedad y, con ello, afecciones graves y la muerte. El virus seguirá transmitiéndose y muchas personas, las no vacunadas, seguirán enfermándose gravemente y podrán morir. Incluso, una parte pequeña de las personas vacunadas se puede enfermar. Hay muchas razones posibles: porque el fármaco simplemente no fue eficaz en su caso particular (porque estuvo dentro del “margen de error” de la vacuna o porque se administró mal o porque no se siguieron las indicaciones para su transporte o almacenamiento, etc.) o, en general, porque, pasado un período de tiempo, que hoy no se conoce con exactitud, la vacuna ya no inmuniza.
También están las mutaciones del virus SARS-CoV‑2. De nuevo, no hay indicaciones que las variaciones genéticas del virus puedan deshabilitar una vacuna. Un caso distinto, en teoría, podrían ser las vacunas de Pfizer y Moderna. Pero eso debería comprobarse primero.
Es suma, la vacuna no soluciona ‑por sí misma- la pandemia. No otorga, de manera directa, una inmunidad colectiva. La vacuna sí soluciona lo más grave: las enfermedades severas y las muertes (además de evitar los síntomas menos graves).
Los países más ricos quieren lograr la inmunidad colectiva como resultado de que toda su población esté vacunada. Mientras más rápido se avance en ese proceso, más rápidamente se restablecerá la actividad económica. Como la producción de los compuestos es aún limitada, privan al resto de la población mundial de la posibilidad de evitar o disminuir muertes y sufrimiento. Pero ese principio se aplica también dentro de los países industrializados o los que esperan tener acceso a las vacunas. Los primeros en recibirla serán los afortunados. Los últimos pueden ser quienes lo lamenten.
En Chile, el gobierno promete contar con vacunas para 15 millones de personas; eso incluye varios modelos que aún no están listos. Todo depende de que no haya contratiempos en su desarrollo. La mayor parte de los habitantes no recibirá la vacuna de Pfizer, sino una fabricada en China, Sinovac.
El dilema de fondo
El dilema real que se plantea, entonces, es quién debe recibir la vacuna y quién no… aún. Esa es la decisión más fundamental. En nuestro país, el gobierno ya ha dicho lo que quiere hacer: va a comenzar con la llamada “población crítica”, en total 1,5 millones de personas. Esta incluye al personal de la salud que trabaja directamente con los enfermos covid. Eso hace mucho sentido. Existe un riesgo alto de contagio y la posibilidad, aunque menor ‑considerando la edad, el acceso a medidas de protección y de exámenes y cuidados médicos- de enfermarse. Sin duda, estar vacunado da más seguridad a quienes desempeñan esas funciones. Pero, como ya sabemos, son muy pocos, demasiado pocos, los que realizan estas tareas. Y, ciertamente, no suman un millón y medio de personas. ¿Quiénes son los otros? Simple: todos los funcionarios de Carabineros, todos los miembros de la Fuerzas Armadas; todos los integrantes de Gendarmería y de la PDI; funcionarios públicos en general, bomberos, camioneros, profesores y trabajadores de las empresas recolectoras de basura. La imaginación del lector no dejará de incluir en ese “grupo crítico” a ministros, subsecretarios, intendentes, jefes de servicio, de departamento y oficina, seremis, jefes de gabinete, gerentes y directivos… como debe ser.
Después, según el plan anunciado por el gobierno, seguiría lo que llama la población de riesgo: más 5 millones de personas, compuestas por adultos mayores y quienes sufren afecciones crónicas.
Y finalmente, el resto.
Como se ve, aquí hay un problema. El Estado, en vez de ayudar a quienes corren mayor riesgo, decide protegerse a sí mismo. Al actuar así, crea más desconfianza y conflictos. Si se pretende que se abran los colegios, los profesores deberían estar vacunados ¿pero los padres y apoderados? Y ¿por qué la cajera de un supermercado, que atiende a centenares de personas al día, no debería tener la misma protección que un coronel de Carabineros? ¿Por qué un vendedor ambulante no la recibirá y un bombero, sí? ¿Y, acaso, los ricos no accederán, de una u otra forma, a vacunas “de preferencia”? Todas estas preguntas son difíciles y, en la mayoría de los casos, conflictivas. Algunos dirían que representa un dilema ético.
En nuestro pueblo no existe tal problema ético: todos entienden, les guste o no, que el principio es los más débiles primero. Los que más necesitan ayuda, deben recibirla antes. Ese juicio moral unívoco y claro se contrapone a los manejos de este gobierno que, incluso con la vacuna, opera sobre la base de privilegios.
Y ese principio coincide claramente con la racionalidad sanitaria. La pandemia ha inundado al mundo de datos estadísticos. Se sabe con precisión quiénes corren el riesgo de enfermarse y de morir con el virus. Se conoce tanto que, incluso, se puede establecer una escala decreciente del peligro que corren los distintos grupos sociales. Si se tiene una cantidad limitada de vacunas, lo correcto es administrarla a las personas que corren el mayor riesgo de morir debido al covid-19: los ancianos y los enfermos crónicos. Así se está practicando en la mayoría de los países industrializados. En la medida en que se inoculan a los que corren más riesgo de terminar en una condición grave en un hospital, se desahoga paulatinamente el trabajo de las estaciones de emergencia de los hospitales. Eso, por si mismo, reduce las muertes, sobre todo en un sistema de salud deficiente como el nuestro. Porque ese es el objetivo: evitar muertes ¿o no?
El problema es el poder
Hay que hacer la pregunta. El verdadero dilema ético (y político y social y económico) se define mucho antes de la determinación de un plan sanitario o de vacunación. Está planteado desde la expansión del virus: ¿debe primar la vida o las ganancias del capital? Y se ha planteado una y otra vez en esta pandemia, porque este sistema vuelve contradictorio hasta lo más elemental.
La solución al problema no está en un compuesto farmacéutico o en el contenido de una jeringa.
La solución está en quién tiene el poder. Quién decide, y en función de qué intereses y objetivos. Esta peste moderna, si algo bueno ha tenido, es que ha nos ha acercado en toda su profundidad a esta interrogante.
Ya es hora de que los trabajadores y el pueblo nos pongamos a resolver esta cuestión.