El asesinato de un joven en Panguipulli estremeció a todo el país. En minutos, se difundió la noticia y la indignación. Las circunstancias del crimen son las habituales: los abusos y la brutalidad constante de los agentes del Estado. La víctima, un artista popular, era conocido por todos. Se dice que ayudaba a dirigir el tránsito cuando hacía falta. El contraste moral entre quienes aprietan el gatillo y quienes ponen el pecho a las balas no podría ser mayor. Con cada crimen, el castigo apropiado para los miembros y mandos y jefes políticos de esas instituciones corruptas será mayor.
Tras la ejecución, en la esquina más concurrida de la localidad, los carabineros escaparon como delincuentes. No es la forma en que actúa quien dice sólo defenderse. Es la forma en que actúan los asesinos que tienen temor.
La recurrencia de la injusticia puede hacer olvidar sus motivos: la impunidad, la defensa de los intereses de los ricos, las órdenes criminales del gobierno… Pero, hoy, la causa del salvajismo es simplemente el miedo. El miedo al pueblo. El miedo al escarmiento. Este miedo refleja la debilidad de un régimen político y de un orden social sin salida. Pero también demuestra la principal consecuencia del levantamiento popular iniciado el 18 de octubre. Y ésta es no una convención constitucional, sino el surgimiento de un auténtico poder el pueblo.
Poder contra poder
Este poder no es permanente, no es general, no es único; se expresa sólo en la acción y se contrapone al poder de los enemigos del pueblo: los grandes grupos económicos, nacionales y extranjeros, los políticos corruptos de todos los partidos, los mandos de las instituciones militares y policiales manchadas en sangre, los jueces que avalan las injusticias. El choque de estos dos poderes quedó nuevamente reflejado en Panguipulli. Al asesinato le siguió una respuesta directa, dirigida en contra de las instituciones del Estado en el lugar. Frente a eso ¡qué perdidos están quienes se lamentan del incendio de un edificio público! Se pierden, porque sufren de ceguera moral y de una desorientación sobre la realidad. Este conflicto de poderes marca todo nuestro acontecer. No será resuelto hasta que una de las partes se imponga a la otra. Es decir, mientras el pueblo no sufra una derrota general, que le impida levantarse por muchos años, seguirá enfrentando su poder al de la clase dominante. Y al revés, esta situación sólo puede terminar cuando el pueblo asuma la conciencia de que debe asumir todo el poder. Este es el secreto detrás de estos tiempos de crisis y convulsiones.
Ahora aparecen, de nuevo, los políticos que piden sanciones, investigaciones, reformas, incluso “refundaciones”, del aparato represivo. Se espantan y reclaman “control civil” de Carabineros. Pero son civiles los que los sueltan a matar y torturar. Son civiles los que benefician de la protección que la policía brinda a sus intereses.
¡Qué cinismo! Los mismos parlamentarios que aprueban las normas que legalizan la represión, que autorizan el abuso, y amparan a los asesinos y torturadores, se declaran sorprendidos. Por lo visto, han estado residiendo en otro país en los últimos años. O, quizás, también tengan miedo, al igual que los asesinos.
La única salida racional es enjuiciar y castigar a los altos mandos de los órganos armados del Estado, la disolución total de esas instituciones, y la creación nuevas fuerzas armadas y de seguridad, basadas en los intereses y valores de la mayoría de los chilenos, no de un pequeño grupo. Pero para realizar esas medidas elementales se requiere poder, todo el poder del Estado. Esa es la cuestión que definirá nuestro tiempo. Mientras no se resuelva, persistirá la amenaza de nuevos crímenes.
El poder del pueblo, como quedó demostrado en la noche en Panguipulli, no hace grandes distinciones. Se basa en la acción, no en largas contemplaciones. Mientras más violencia, crímenes y mentiras se le opongan, menos considerado va a ser cuando ese poder aspire a convertirse en el único poder.