Hace 150 años se estableció por primera vez en la historia moderna un gobierno de los trabajadores. Este hecho se conoce como la Comuna de París. Duró apenas dos meses, antes de ser aplastada a sangre y fuego. Una vez sepultados los muertos, desterrados los sobrevivientes y humillados sus hijos, todo volvió a su cauce.
¿Qué significado puede tener un acontecimiento tan pasajero, una anécdota, apenas, de la historia? Y aun aquellos que ven en los objetivos que se propuso la Comuna un signo de avance, de la posibilidad de una sociedad mejor ¿pueden realmente tomar una derrota tan resonante y ‑a la vez- lejana, como un modelo para hoy?
Y, sin embargo, los problemas que enfrentó la Comuna no son ajenos a los que vivimos hoy: un régimen político repudiado, un capitalismo incapaz de ofrecer una perspectiva para el futuro, una crisis generalizada, y una clase trabajadora que es privada de su verdadero lugar en la sociedad.
Los pioneros siempre comparten el olvido y el desdén que sufren los vencidos. Pero son pioneros. Dejemos que hablen los hechos antes de juzgar a quienes simplemente son los primeros.
Una sociedad en crisis
De Louis Bonaparte, o Napoleón III, como se hizo llamar, a diferencia de su famoso tío adoptivo, el Napoleón primero, no se recuerdan códigos de leyes o conquistas continentales. Queda, tal vez, un bigote estrafalario y la vergüenza de un emperador cautivo en manos de los prusianos. Pero en su momento, este hombre aparentemente anodino fue el símbolo de una clase que buscaba en las glorias del pasado, la justificación de su razón de ser: el saqueo, el robo, la rapiña, el engaño, la explotación. La burguesía francesa, como ninguna otra en Europa, vivía bajo el peligro de una revolución. Su propio ascenso tenía su origen en un acto revolucionario. Y su expansión capitalista e imperial requería de hombres capaces de contener y aplastar el surgimiento de otra clase, los trabajadores.
Louis Bonaparte fue el hombre indicado para esa tarea. De líder social pasó a campeón parlamentario, de presidente republicano, al fin, a emperador. En cada crisis aparecía con el discurso exacto. Prometió reformas a los trabajadores, satisfacciones a la pequeña burguesía y protección a los campesinos propietarios. Pero sólo cumplió con una clase, la burguesía, que lo erigió como cabeza de un régimen acosado por la revolución: las gestas de 1831, de 1848, de las grandes luchas de los trabajadores.
Pocas veces, un solo hombre, y tan insignificante, representó mejor el dominio errático de una clase entera. La corrupción, el fraude bursátil, las aventuras imperiales ‑como la fracasada expedición de Maximiliano de Habsburgo en México y las intervenciones en Italia- configuraban el retrato de la crisis. Pero quienes la sufrían eran los trabajadores, con el desempleo, salarios de hambre, jornadas extenuantes, el trabajo infantil, prostitución clandestina, insalubridad. La respuesta fue la organización. Surgieron los sindicatos, clubes de discusión, sociedades secretas, círculos educativos y culturales. Y un gran hito: la Asociación Internacional de Trabajadores -la Internacional- y su lema categórico: “la liberación de los trabajadores sólo puede ser obra de los trabajadores mismos”.
Había vuelto a rondar el fantasma.
Ante el desastre, el imperio decide jugar su última carta, la de siempre: la guerra. Prusia se había fortalecido. La alianza entre la burguesía y los terratenientes junker había sometido bajo su hegemonía a la atrasada Austria-Hungría y la pléyade de principados alemanes. Faltaba un solo hecho para consumar la concentración del poder en esa coalición de clases. Y Napoleón se la ofrece en bandeja. Mientras en Alemania la pequeña burguesía celebra la invasión francesa como una oportunidad de reivindicación nacional, los líderes obreros en el parlamento prusiano, Liebknecht y Bebel, mantienen los principios internacionalistas, pese al escarnio y los ataques.
La guerra fue a gran escala, librada con métodos modernos… y breve. Rápidamente, el grueso del contingente francés cayó en Sedán ante las tropas prusianas y Napoleón fue hecho prisionero.
El pueblo es llamado a salvar la patria
Había llegado la hora de los republicanos, de la izquierda pequeñoburguesa. Liberada de la omnipresencia del emperador, era el momento estelar de los periodistas, intelectuales y oradores. Liberté, Egalité, Fraternité, Asamblea Constituyente y, sí, la República.
Pero seguía el problema de los alemanes, que no se dejaron impresionar por los discursos de los nuevos tribunos. Sus fuerzas seguían avanzando con dirección a París. La situación se volvía desesperada: el ejército de línea, cautivo y desbandado; los fondos de la nación, agotados; y en la retaguardia, la miseria económica.
Los nuevos líderes pidieron ayuda al pueblo hambriento. Que se sacrificara un poco más, que donara lo que le quedara para financiar la defensa de la patria. ¿Quién podría desoír ese llamado?
¿Y qué hacer con los miles y miles de trabajadores desocupados? ¿No serían un peligro dejarlos así, solos, en medio de la confusión general? Los jefes de la segunda república creyeron dar con la solución: uniformes, viejos fusiles, y 1,50 francos diarios de paga. Se creó así la Guardia Nacional, la fuerza territorial de defensa de la Francia sitiada.
Se convertiría en un ejército formidable, aunque de un tipo distinto de los tradicionales. La conscripción a esta milicia popular, pues ese era su carácter, agrupó a poco menos de medio millón de hombres bajo armas. En la capital París, sitiada y bombardeada por los prusianos, el contingente sumó unos 220 mil efectivos. Su armamento era pobre y su mando, inicialmente a cargo del estado mayor del ejército, traicionero. Los jefes militares derrotistas sólo anticiparon lo que después haría, formalmente, el gobierno republicano. Constituida en la segura Burdeos, la Asamblea Nacional elige a Adolphe Thiers como presidente. Político, vividor e intelectual –es autor de 10 pesados volúmenes sobre la Revolución Francesa- pacta sin demora un armisticio con los prusianos que les entrega el control de París. Sin embargo, los invasores no osaron ocupar la ciudad y desarmar ellos a la Guardia Nacional. Bismarck exigió que esa labor fuera cumplida por el nuevo gobierno.
Además, las autoridades, que necesitaban cumplir con las exigencias de los alemanes, habían decretado un plan de ajuste. El gobierno dispuso el pago inmediato de todas las letras, alquileres y deudas, cuyo cobro se había suspendido durante el sitio a París. En los hechos, eso significaba la ruina inmediata de miles de talleres y pequeñas tiendas. Se deja de pagar el sueldo a los miembros de la Guardia Nacional. Centenares de miles de trabajadores son lanzados a la miseria.
Fue entonces cuando se desató el asunto de los cañones. La capital contaba con más de 300 piezas de artillería que habían sido compradas gracias a una suscripción popular. El gobierno exige la devolución de los peligrosos cañones, el primer paso para disolver la aún más peligrosa Guardia Nacional.
Los parisinos se rebelan en contra de la decisión. Los comités distritales de la Guardia Nacional eligen un comité central. Un contemporáneo relata: “se encargó a una comisión que redactase los estatutos, cada distrito representado en la sala –dieciocho de veinte- nombró inmediatamente un comisario. ¿Quiénes son?, ¿los agitadores del sitio, los socialistas de la Corderie, los escritores de fama? Nada de eso, no hay entre los elegidos ningún hombre que tenga una notoriedad cualquiera.”
El Comité Central ordena defender los cañones y la toma de los edificios públicos. “Las primeras que se lanzaron fueron las mujeres, lo mismo que en las jornadas de la Revolución. […] Rodean las ametralladoras, increpan a los jefes de pieza: ‘¡Es indigno! ¿Qué hacéis aquí?’ Los soldados se callan. A veces, un suboficial dice: ‘Vamos, buenas mujeres, váyanse de aquí.’ La voz no es adusta; las mujeres se quedan.”
Apremiados por la Guardia Nacional, los soldados regulares deciden pasarse a sus filas. La resistencia de algunos oficiales es vencida rápidamente; sus instigadores, fusilados. A las 11 de la mañana el poder en París le pertenece al Comité Central. Es el 18 de marzo de 1871. Nace un nuevo gobierno en la capital.
Pero los hombres que habían asumido las riendas de la principal ciudad del país se comportaron de un modo inesperado. Ellos, dirigentes anónimos designados por sus compañeros de armas, deciden convocar a elecciones en todos los barrios para la constitución de la Comuna. Los delegados declaran al pueblo: “Aquí tienes los poderes que nos has confiado; donde empezaría nuestro interés personal acaba nuestro deber; haz tu voluntad. Señor nuestro, te has hecho libre. Oscuros hace algunos días, nos volveremos oscuramente a tus filas demostrando a los gobernantes que es posible bajar con la frente muy alta las escaleras de tu Hôtel de Ville [la sede de la municipalidad], con la seguridad de encontrar al pie de ellas el apretón de tu leal y robusta mano.”
Pero hacen valer su autoridad y estimación entre los vecinos con una recomendación a los electores: evitar a los candidatos de las clases poseedoras y confiar sólo en los suyos. “Los hombres que mejor les servirán son aquellos elegidos de entre ustedes, que viven vuestra propia vida, que sufren los mismos pesares”, indica el Comité Central.
El gobierno de los trabajadores en acción
Los comicios, bajo estas condiciones, fueron bastante distintos de los plebiscitos convocados por Louis Napoleón o las habituales campañas electorales al parlamento. No hubo compra de votos ni promesas altisonantes de los candidatos.
El pueblo había actuado de consuno con las recomendaciones del Comité Central. En la asamblea de la Comuna predominaban hombres comunes, trabajadores en su gran mayoría, que contaban con la confianza de sus electores. Había, es cierto, defensores del viejo orden, políticos profesionales. Pero también hubo líderes de las distintas vertientes ideológicas que existían entre los trabajadores. A éstos, la realidad les puso duras exigencias. Los blanquistas, una corriente revolucionaria que preconizaba la acción de pequeños grupos para tomar el poder, ahora debían tratar con grandes masas. Los proudhonistas, representantes de los antiguos artesanos, que desdeñaban la actividad política y consideraban que el papel de la mujer era en la casa, se enfrentaban a la tarea de gobernar y miles de mujeres que exigían el derecho a trabajar y a portar armas.
Es la Comuna que comienza a gobernar. Su asamblea de delegados no sería ya un parlamento tradicional, sino una “corporación de trabajo”. Se conforman comisiones que divididas por áreas: Guerra, Finanzas, Servicios Públicos, Seguridad, Justicia, Educación, Industria y Comercio, Trabajo, y Relaciones Exteriores; se abocan a resolver los problemas inmediatos. Posteriormente se crea también un Comité de Salud Pública, encargado de dirigir la defensa de la ciudad. Los miembros del Consejo debían multiplicar su actividad. En cada distrito, funcionaban órganos similares que ordenaban la vida diaria.
En este primer gobierno de los trabajadores encontramos pocos especialistas, profesionales, y técnicos deseosos de probar fórmulas o teorías para la solución de los problemas concretos. La mayoría de ellos, aun los que abrazaban ideas progresistas, se atemorizó ante la inmensidad de las tareas u observó con recelo lo que emprenderían hombres y mujeres comunes, trabajadores en abrumadora proporción, que suplirán su falta de preparación teórica con su experiencia de vida. Ellos mismos han sufrido en carne propia el mal gobierno, saben qué es lo que hay que cambiar y actuarán sin vacilaciones.
Enfrentados al peor de los escenarios posibles, el sitio de los prusianos y la paulatina, pero decidida, acción de la burguesía, que reagrupa sus fuerzas fuera de los muros de la capital, el gobierno de la Comuna, trabaja intensamente en los dos meses que ejerce el poder.
El gobierno de los trabajadores pone manos a la obra. Toma proyectos que la propia burguesía había postergado por largo tiempo. Decreta la separación de la Iglesia y el Estado y la apertura de todos los colegios al pueblo, de forma enteramente gratuita. Establece, por primera vez, el principio de la educación obligatoria, laica y universal.
Ratifica el predominio de la milicia popular al decretar la disolución del ejército y de la policía y su reemplazo por la Guardia Nacional. Limita los salarios de los funcionarios públicos a seis mil francos anuales como máximo y ordena que todos ellos, incluidos los jueces y jefes de policía, sean designados por elección popular. Impone que todos los mandatos, políticos y administrativos, sean revocables, sometiéndolos así a un control democrático permanente.
Para enfrentar la crisis económica, instruye la devolución de las herramientas de trabajo dadas en prenda, la condonación de las deudas de arrendamiento e impone una moratoria a los créditos y pagarés vencidos. Clausura las casas de empeño y suprime las odiadas oficinas de colocación. Prohíbe el trabajo nocturno para los panaderos y las multas que imponían, con cualquier pretexto, los empresarios a los trabajadores como un modo de reducir sus sueldos; instituye la igualdad de salarios para hombres y mujeres; y manda que fábricas y talleres abandonados sean gestionados por sus obreros.
La derrota
Precisamente, muchos burgueses habían huido de la capital, atemorizados por el nuevo ambiente que regía en la capital. En sus casas de campo, narraban las atrocidades de los communards, que, en esos relatos, saqueaban, incendiaban y fusilaban a gusto. La verdad era distinta. Incluso adversarios de la Comuna reconocían que bajo su orden la delincuencia endémica y la prostitución habían desaparecido súbitamente.
Pero los enemigos más activos tenían un solo destino: Versalles, en las afueras de la capital. Allí se había asentado el gobierno de Thiers y había comenzado a agrupar los restos del antiguo ejército. Prusia, rompiendo los términos del armisticio, permitió su rearme con el objetivo de atacar París.
La Comuna sólo fue capaz de implementar un sistema defensivo, dejando Versalles a los políticos, militares, empresarios, aristócratas y diplomáticos de potencias extranjeras que en fiestas y veladas planificaban la reconquista de la capital rebelde. París estaba aislada y sitiada. En las principales ciudades del país se habían formado Comunas, siguiendo su ejemplo. Pero al carecer de una fuerza militar propia y del predominio de los trabajadores en su seno, su acción fue débil.
Pero, sobre todo, la Comuna de París no disponía de vínculos reales con la gran mayoría de la población, eminentemente campesina, dispersa en los vastos campos de Francia. Desde la sitiada capital, se emite el llamado a conformar una federación de comunas, el contenido político de la República Social francesa que avizoran los resistentes. Pero el llamado a la unión voluntaria no tiene eco en un país en que un férreo principio centralista resuelve desde arriba los desequilibrios entre el campo y la ciudad.
El enemigo, favorecido por los prusianos, se agrupó para lanzar su ofensiva en contra de la capital sitiada. La respuesta de los defensores se basaba en la experiencia de lucha de barricadas en las estrechas calles de la ciudad. Pero la urbe y la táctica militar había cambiado. Anchas avenidas surcaban la ciudad, permitiendo un avance rápido de las tropas atacantes. Además, el ejército de Versalles contaba con un amplio predominio de cañones de artillería. El bombardeo cerrado y continuo provocó una gran destrucción material y desorganizó a la guardia nacional.
Los defensores terminaron defendiendo cada barrio por separado. Abrumados por la fuerza superior del enemigo tuvieron que ceder distrito tras distrito de la capital.
La derrota se selló luego de una semana de combates. Pero la campaña de la burguesía recién comenzaba. Las esposas de los ricos viajaron pronto a inspeccionar la ciudad en ruinas. Con la punta de sus paraguas atacaban a los prisioneros. Miles y miles fueron fusilados, miles y miles fueron condenados a colonias penales en Oceanía y América del Sur, miles y miles sufrieron el exilio. Los vencidos no recibieron piedad. La comuna fue presentada al mundo como una sucesión de saqueos, robos y asesinatos, cometidos por el populacho. La propaganda negra se centró sobre todo en las mujeres trabajadoras, descritas como “amazonas”, “erinias”, “marimachos” y “chacales” sanguinarios. El protagonismo de las mujeres en la lucha de la comuna había impactado especialmente a la burguesía.
¿Un gobierno de los trabajadores?
A la luz de una derrota tan monumental, que revela la crueldad de una clase cuando ve desafiada su posición, cabe preguntarse: ¿qué deja la Comuna a los trabajadores de hoy? ¿El heroísmo de los defensores de París? Toda lucha que tensa al máximo a los hombres conoce de actos de desprendimiento y sacrificio, más aún si son colectivos. La Comuna se une a innumerables otros episodios que marcan la historia de la clase trabajadora. ¿Nos deja sus mártires? La clase trabajadora los tiene de sobra. Los produce incesantemente, todos los días, no sólo en los grandes acontecimientos históricos.
¿Fue, entonces, la grandeza y alcance de sus proyectos? Los communards intentaron, como dijo Marx, “tomar el cielo por asalto”, pero, en general, se destacaron por su eminente sentido práctico y la prudencia de sus propósitos. Intentaban resolver problemas inmediatos y concretos en la medida que se les presentaban. La Comuna no ha dejado elaboraciones teóricas o un programa general de reorganización social que hoy pudieran ser aplicados, criticados o desechados.
¿Acaso nos provee de lecciones, de un sumario de errores que deben ser evitados? Sin duda, pero los errores de la comuna sólo confirman los principios generales de toda revolución: una vez iniciada, no se puede detener ni retroceder; no puede esperar nada de la clase dominante; y debe contar con una organización y conducción.
Lo que deja la Comuna, entonces, es una respuesta precisa a la pregunta de qué es un gobierno de los trabajadores. Nos explica cómo se manifiesta el hecho de que la dirección política de la sociedad descanse en la clase productora y no en los políticos de la clase explotadora.
Por eso, los decretos aplicados por la Comuna reflejan mejor que las declaraciones, proclamas e interpretaciones posteriores el sentido de este nuevo tipo de gobierno. Pero su acción está mediada por la contingencia, las necesidades militares, la crisis económica, el sabotaje y la miseria. Y justamente por haberse realizado en medio de estas condicionantes adversas, las medidas de la Comuna no son una utopía, sino decisiones racionales, prácticas, útiles, necesarias y conducentes a una sociedad mejor.
He ahí la causa porque la Comuna sigue siendo actual. Ya inmediatamente después de su caída, Karl Marx había concluido con simpleza que “la gran medida social de la Comuna fue su propia existencia, su labor”.
Por eso, cuando nos preguntamos por la posibilidad de un gobierno de los trabajadores, debemos, ante todo, examinar las tareas y la actividad concreta que ese órgano ha de ejercer. Algunos razonan sobre las revoluciones pasadas, condenan o elogian sus acciones, de tal modo que puedan encajar con sus argumentos actuales.
Pero en el París de 1871, los trabajadores formaron su gobierno principalmente a causa de la crisis que sufría el régimen político imperante. Tuvieron que ejercer el poder no porque lo hubiesen buscado, sino por las circunstancias creadas por la propia burguesía.
La fisionomía de este gobierno respondió así a las experiencias de organización previas de la clase. Su carácter democrático obedecía al modo natural de la agrupación social y política del proletariado. Su orientación eminentemente práctica se debe al ejercicio directo de las tareas y decisiones políticas y administrativas. Su sentido revolucionario, en tanto, nace del propio papel de la clase trabajadora en la sociedad. Y sus contradicciones, sus insuficiencias, corresponden también de manera directa a la situación de los trabajadores en la sociedad. Privados de ejercer sus derechos libremente, no cuentan con la posibilidad de adiestrarse y prepararse sistemáticamente para gobernar. Escuelas, universidades, academias militares, el aparato administrativo, las oficinas ejecutivas de las empresas, son todas instituciones burguesas. La formación política del proletariado, por ende, sólo ocurre en la lucha y en contraposición al Estado capitalista. Por eso, en la Comuna hubo también lugar para los pequeñoburgueses; profesores, intelectuales, artistas, activistas políticos de diversa denominación, se ofrecieron para dirigir y, de paso, introducir sus prejuicios, confusiones e intereses en el seno del gobierno de los trabajadores.
Nuevamente: ¿es posible un gobierno de los trabajadores? La Comuna prueba que sí. Esa es la sencilla contribución de los héroes y mártires de 1871.
Un gobierno de los trabajadores hoy debe, como hace siglo y medio atrás, enfrentar resueltamente los desastres que deja una burguesía cuyos regímenes políticos, tal como entonces, se derrumban ante las contradicciones que genera su dominio de clase.
Debe, por ejemplo, implementar medidas que efectivamente terminen con la inseguridad y la delincuencia en las poblaciones. Debe resolver, en lo inmediato, las necesidades en salud, trabajo, vivienda, educación, transporte público. Debe terminar con los aparatos represivos y reemplazarlo por un nuevo ejército del pueblo. Debe adoptar medidas para terminar con la esclavitud de las deudas que aquejan a la mayoría de la población. Debe nacionalizar las industrias estratégicas y riquezas naturales del país.
A diferencia de los trabajadores de París, hoy contamos con una preparación infinitamente superior como clase. Contamos con la experiencia misma que dejara la Comuna y su ardiente bandera.