Francia mostró nuevamente su espíritu combativo. Las tradiciones históricas de mayo del ‘68, de la Liberación de 1944, de las gestas obreras de la década de los ‘30, del ejemplo de La Comuna reviven en las calles.
El motivo aparente de las huelgas y movilizaciones es pálido en comparación a la poderosa respuesta popular. El gobierno pretende aumentar la edad de jubilación de 65 a 67 años. Lo hace compelido por los efectos de la crisis del capitalismo. Ya no es capaz de concebir ni de ofrecer soluciones que no golpeen directamente a los trabajadores. Sarkozy dice que “no hay otra alternativa”. Y tiene razón.
El capitalismo no conoce, a estas alturas, en uno de los centros más industrializados de Europa y del mundo, otra opción que poner en juego la subsistencia de su régimen político, obligado “restablecer la confianza de los inversionistas”. En el corto plazo, la reacción a este pálido motivo se aquietará y todo volverá a la “normalidad”. Pero, hoy, la normalidad del capitalismo es la crisis fundamental, es la ausencia de alternativas que puedan surgir dentro del sistema. Estas circunstancias se repiten en Estados Unidos, Japón, España, Alemania, Grecia, Irlanda. Es la crisis del capital; un fenómeno distinto a los periódicos “ajustes” de la economía que ‑hasta hoy- llamábamos “crisis”.
la cuestión del poder
¿Cuáles son, entonces, los rasgos de la actual crisis? El más importante es que ‑ante todo- es una crisis de carácter político. No en el sentido corriente de la palabra; de los cambios de gabinete, de las derrotas y victorias electorales, de las renuncias intempestivas o de las divisiones de partidos políticos y coaliciones. Se trata de un problema más universal: es una crisis por el poder.
El marxismo enseña que la lucha de clases gira, en última instancia, en torno a la cuestión del poder: qué clase manda y en qué condiciones. La experiencia, en tanto, demuestra que ese hecho sólo es evidente en momentos específicos de la historia, en los momentos revolucionarios. La pregunta, para los trabajadores ha sido siempre cómo reconocer esos momentos y… qué hacer para decidir la cuestión del poder en su favor. No obstante, muchos que se reclaman marxistas han buscado responder teóricamente a esa interrogante sistematizando las llamadas “condiciones objetivas y subjetivas” que se deben cumplir para que una situación dada pueda ser considerada revolucionaria. Con el tiempo, el análisis ha devenido en un listado de requisitos interminable. Y como la vida frecuentemente prefiere seguir su propio camino y no el de esos esquemas, el advenimiento del momento para la revolución- así definido- ha sido sumamente raro y difícil.
Se puede sospechar que esos “marxistas” desean en realidad frenar la revolución, y que sus teorizaciones tienen como propósito desorganizar y confundir sobre su falta de voluntad de luchar.
Pero aún así, el problema subsiste y debe ser tratado con seriedad. Hay hechos evidentes e indesmentibles, en París y Santiago de Chile, en Atenas y La Paz, en Dublín y Bogotá. No hay unidad entre los trabajadores, sus organizaciones son débiles, no existen fuerzas políticas que representen a la clase. La idea misma de una revolución y de un cambio están debilitadas; no hay claridad.
conciencia y poder
Pues bien, ante eso nosotros respondemos: las condiciones están dadas. Depende de nosotros. En esta crisis del capitalismo ya hay dos poderes que pugnan por la preeminencia. Uno declinante, el del capital, y otro que emerge, el de los trabajadores, el poder popular.
Consideremos el primero de los dos. El declive del capital no es simplemente económico. Es ideológico y político. El capital no está en crisis porque provoque miseria, explotación, guerras, destrucción del hombre y de la naturaleza; es su condición de existencia. La particularidad en este período está en su incapacidad de proyectar su continuación, es la de “ofrecer soluciones”. El carácter específico de la actual crisis del capitalismo radica en el hecho de que conduce a la destrucción de la humanidad…
Veamos el segundo. El poder de los trabajadores es concreto. Está expresado en sus luchas, movilizaciones, organizaciones. Pero en la lucha por todo el poder, ninguna acumulación de esos combates es suficiente sin la conciencia; conciencia de clase, conciencia política, conciencia revolucionaria. Sin embargo, la conciencia no se adquiere por etapas, como quisieran los mencionados teóricos que estiman que la lucha de clases debe ajustarse a una evolución preconcebida. Tampoco consiste en la divulgación de sus doctrinas particulares, ni en que las masas reconozcan, algún día, a sus “verdaderos líderes”. La conciencia, al contrario, es el ejercicio real de su poder, por parte de los trabajadores, en detrimento del poder del capital y del Estado.
Ocurre que, hasta hoy, la conciencia aparece de manera discontinua, fragmentaria, aislada. El problema es hacerla permanente. Las condiciones para cumplir con la tarea de generalizar la conciencia son la conducción ‑la construcción del partido revolucionario; levantar la opción de cambiarlo todo ‑la ideología de los trabajadores; la unidad ‑la política puesta al servicio de congregar al conjunto del pueblo por sus demandas políticas y sociales; y la confianza en el pueblo ‑la base moral de la acción emancipadora.
Depende de nosotros. Es la hora.