Barack Obama, presidente de Estados Unidos, inicia un periplo por nuestras tierras, América.
Se trata de una breve excursión al “patio trasero”, para ver cómo han estado las cosas en este tiempo. Concederá la gracia de su presencia a El Salvador, Chile y a Brasil. Los demás países, por distintos motivos, le causan resquemores. Son, acaso, demasiado izquierdosos, levantiscos, peligrosos, corruptos, narcófilos o, simplemente, irrelevantes.
Obama, así está previsto, dará un discurso en que manifestará su visión sobre América y el mundo. Cabe esperar que exponga, como lo ha hecho en otras ocasiones, un argumento elevado y, a la vez, realista.
El premio Nobel de la Paz explicará por qué debe conducir guerras en distintos puntos del orbe. Manifestará por qué deben imponerse los ideales de la libertad a cualquier costo, aun frente a la tenaz resistencia de los futuros liberados. Aprovechando el momento, ilustrará cómo ‑a diferencia de predecesores suyos que no nombrará- privilegia medios más inteligentes para derribar a tiranos, como los bloqueos de puertos, el asedio económico, golpes de Estado, el asesinato selectivo, los bombardeos quirúrgicos, las zonas de exclusión aérea y… los daños colaterales.
Usará la ocasión para recordarnos cómo en su propio ascenso político reverberan las luchas y aspiraciones de nuestro continente. Indicará que tomó su slogan de campaña –“Yes we can”- del grito de lucha de los trabajadores jornaleros en California y de su líder, Óscar Chávez, quien exclamaba desafiante “¡Sí se puede!”. Es posible que omita, por razones de tiempo, el contexto que lo originó: los palos de los esbirros patronales y las botas de los state troopers. Proclamará su compromiso con el cambio, el change que prometió, que se expande hoy por todo el mundo.
No podrá resistirse a la tentación de comparar Egipto con Cuba, Libia con Venezuela. Alentará a los oyentes con la promesa de que apoyará a todo movimiento social, pacífico y democrático. Y advertirá que ciertos países muy democráticos deben ser protegidos a toda costa de quienes quieren destruirlos ‑quizás por ignorancia, antipatía o maldad- pues son paladines de la justicia en sus continentes: Israel, Arabia Saudita, Colombia, Turquía, Pakistán y otros.
Hará un ejercicio de humildad. Concederá que su imperio no tiene todas las respuestas y que, en un pasado que hoy está muy lejano, no se caracterizó precisamente por escuchar propuestas políticas, sociales, distintas. Y concluirá que el diálogo es la herramienta predilecta para lograr que todo el mundo haga lo que dicta Washington, pues de lo contrario se los países exponen a los remedios de los bloqueos, de las zonas de exclusión, los bombardeos quirúrgicos… (en ese momento, hará una pausa dramática; todos saben a qué se refiere)
Hablará de su país. Latamente, nos informará que allá no existe el racismo ni la discriminación. Latinos y negros son respetados y tienen acceso a las mismas prestaciones que cualquier persona pudiente. Y sin necesidad de pronunciarlo expresamente, se mostrará a sí mismo como prueba viviente de ello.
Dará lecciones sobre el trato digno a los trabajadores de su patria. Responderá que lo que sucede en algunos estados ‑como Colorado, Iowa, Nuevo México, Ohio, Indiana, Michigan, Oklahoma y Wisconsin, donde se tramitan leyes contra la clase trabajadora estadounidense, con el fin de quebrar sus organizaciones sindicales, son sólo exageraciones y que todos deben apretarse el cinturón.
Se reunirá con diez o quince personas que conforman las cúpulas políticas y económicas de cada país. Asistirá a cenas de gala. Le dará el sello final a acuerdos nucleares, militares y comerciales. Hará exhibiciones de profundidad intelectual y buen humor y quedará convencido del servilismo de los quienes cuidan los intereses del imperialismo estadounidense en estos lados del mundo.
Y se irá. Debe atender asuntos más urgentes.
Lo que no dirá
Obama no hablará de los problemas económicos, sociales y políticos que enfrenta en su país. No dirá nada de la crisis del capitalismo y de las crecientes trabas que enfrenta la expansión del imperialismo yanqui. No mencionará la bancarrota de sus aliados imperialistas.
No se explayará sobre cómo intenta detener las revueltas populares en los países árabes con el engaño y la manipulación, y el apoyo irrestricto a gobernantes incapaces y corruptos.
Guardará silencio frente a la invasión de Bahrein, a la tentativa de desatar una guerra en Libia, a las matanzas en Afganistán. No se referirá a los negocios del narcotráfico en México, a los “falsos positivos” en Colombia. Se hará el mudo frente a las campañas encubiertas de la CIA en nuestros países, frente a la continuación del campo de concentración en Guantánamo.
Guardará silencio porque es premio Nobel de la Paz, y porque su Estado apoya esos regímenes.
No dirá que el mundo está convulso porque, otra vez, la clase trabajadora se ha echado a andar.
No señalará que son los explotados, los marginados, los mismos de siempre que se organizan, desequilibran el orden establecido y se preparan para cambiarlo todo.
No lo dirá.
Pues lo diremos nosotros.
Diremos que estamos acá, levantando la dignidad. Que la fuerza de los trabajadores se organiza y se fortalece en el continente americano, en todo el mundo, que nunca más estaremos solos.
Les diremos que nunca más tendremos miedo. No lo necesitamos. No podemos temer cuando está en nuestras manos el futuro de nuestros hijos.
El miedo se lo dejamos a ellos. Son ellos los que comenzarán a temer que “despierte el Leñador, que venga Abraham, que hinche su vieja levadura la tierra dorada y verde de Illinois, y levante el hacha en su pueblo contra los nuevos esclavistas, contra el látigo del esclavo, contra el veneno de la imprenta, contra la mercadería sangrienta que quieren vender.
Que marchen cantando y sonriendo el joven blanco, el joven negro, contra las paredes de oro, contra el fabricante de odio, contra el mercader de su sangre, cantando, sonriendo y venciendo.”