40 años del golpe de 1973
“¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores! Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano, tengo la certeza de que, por lo menos, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición.” La alocución de Salvador Allende en la mañana del 11 de septiembre de 1973 tiene un valor universal que no ha disminuido con el paso de las décadas. Retrata lo “amargo y gris” de un momento de derrota que hoy vuelve a ser revisado.
un juicio moral
Los 40 años del golpe de Estado de 1973 coinciden con una situación especial. Lo que, en principio, no es más que una arbitrariedad del calendario, hoy se expresa en una inusitada atención social. Los medios de comunicación compiten en una carrera por no dejar ningún aspecto de aquellos acontecimientos sin cubrir. De grandes protagonistas a testigos anónimos, de anécdotas nimias al contexto geopolítico. Y, sobre todo, el interés histórico se manifiesta en la inquietud por interpretar nuevamente los hechos a la luz del presente.
Es así como connotados derechistas declaran su repudio a los crímenes de la dictadura, separando tácitamente sus intereses de los mecanismos genocidas empleados para que aquellos prevalezcan; mientras, dirigentes del PS piden perdón por haber ayudado a desencadenar el golpe, admitiendo implícitamente de que, en su concepción, el sistema de la barbarie tendría un carácter natural que no debe ser alterado.
Los integrantes del régimen político, los defensores del orden existente, no ahorran en retórica. El perdón, la tragedia, las heridas (alternativamente abiertas o cerradas), la justicia, la verdad, la reconciliación. Su conclusión es que es maldito todo país que “no cuide sus instituciones”, es decir, que no los cuide a ellos; que la perdición espera a aquellos que pretendan hacer transformaciones sociales con “proyectos excluyentes”, o sea, que excluyan a esa una ínfima minoría que quiere imponer sus intereses sobre la mayoría; y que los peores males caerán sobre aquellos que rompan con el “el diálogo y la amistad cívica”, en otras palabras, sobre el pueblo, si se atreve a intervenir en los asuntos regulados y negociados dentro del régimen político.
Esas admoniciones tienen hoy un tono desesperado, suplicante. Los antiguos apologistas del pinochetismo no se atreven a mencionar al tirano y reniegan de él tres y más veces. Quienes perpetuaron el terror de la dictadura como una amenaza latente y conveniente, ahora exclaman que “Nunca Más”. Los que se negaban a recibir, cuando ocupaban cargos públicos, a las madres y abuelas de la Agrupación, les rinden homenaje y levantan las fotografías borrosas de los desaparecidos como pancartas de campaña electoral.
Para los chilenos comunes, en cambio, la reflexión histórica sobre el “Once” es ajena a toda hipocresía; su conclusión es un juicio moral. Muchos reviven intensamente esos días, se retrotraen a una experiencia a menudo silenciada. Los más jóvenes, que “que entonces ni habían nacido”, la reconocen de un modo personal y directo. Es ese juicio, despojado del miedo que frena su aplicación, lo que preocupa a los actuales herederos de la dictadura.
el fin de los mitos
El miedo desaparece, no por el paso del tiempo, sino en la medida en que derrumban los mitos que le dan sustento. Y el enjuiciamiento moral sin ambigüedades a la dictadura demuele, de hecho, los mitos sobre los que pretende apoyarse el caduco régimen imperante. ¿Puede dársele crédito, acaso, al mito de unas fuerzas armadas “profesionales, apolíticas y constitucionales”? ¿Es posible creer en la democracia de los “consensos” y en las “instituciones”, fundadas sobre la sangre, el saqueo, la explotación? Quienes aún pretenden conservar el régimen probablemente no hayan reparado en que no pueden separar la dictadura del orden burgués. No se han dado cuenta que, sin la legitimación del terror, de la que hoy reniegan, la dictadura pierde el carácter excepcional que le han prodigado. Sin los mitos, se le puede apreciar como lo que es: un instrumento del orden burgués. “Nunca más” es, entonces, nunca más explotadores, nunca más vendepatrias, nunca más capitalistas. Y, para los trabajadores, significa “nunca más solos”.
lecciones de la derrota
Para nuestra clase, el 11 de septiembre fue una gran derrota. Miguel Enríquez, en los días que siguieron el derrocamiento del gobierno de la Unidad Popular, señaló que el derrotado en realidad fue el reformismo, ya que se había comprobado que no se podían hacer concesiones a la burguesía y al imperialismo. Esa noción es correcta, pero requiere ser entendida en su adecuada amplitud. Los recuentos de los meses y semanas que precedieron el golpe omiten cómo el llamado “Tanquetazo”, un primer intento o ensayo general del golpe, fue detenido por fuerza de la respuesta popular, que impidió que se adhirieran más unidades. No mencionan la mayor manifestación de apoyo, en sus tres años de gobierno, a Salvador Allende, el 4 de septiembre de 1973, y sus consignas. Estas no fueron sólo las tantas veces citadas del “avanzar sin transar” o de “crear poder popular”, sino medidas concretas para detener la sedición, para golpear a los conspiradores, para defender a la clase trabajadora. Los llamados a actuar fueron desatendidos por los dirigentes, sin importar su tendencia.
Las consecuencias fueron duras. Los mejores hijos del pueblo cayeron. Reagruparlo fue una tarea de grandes sacrificios. Pero volvió a emprender la lucha.
Nunca más solos; nunca más sin cohesión, nunca más sin unidad, nunca más sin conducción: esas son las conclusiones que se desprenden de aquella derrota para la clase trabajadora.
Muchos de los que en 1973 ostentaban responsabilidades como dirigentes sostienen que las lecciones son otras. Declaran que no se debió haber expropiado empresas, que no se debió haber tomado fundos, que no se debió haber luchado por un techo. Afirman que no se debió haber enfrentado directamente a la burguesía, que no se debió haber desafiado al imperialismo. No lo dicen, pero queda en el aire, no se debió haber hecho nada, pues de lo contrario, el pueblo recibiría su escarmiento; “tal como ocurrió”, murmuran.
No comprenden que el gobierno de la Unidad Popular fue simplemente un momento de una lucha que viene de antes, que ha conocido muchos “golpes”, la agresión armada, sangrienta, despiadada de un enemigo que nunca ha trepidado en nada. Un golpe puede derrocar un gobierno, pero no puede detener esa lucha. Para aquellos que siempre buscan ganar algo, lo que sea, cualquier derrota es siempre definitiva e irreversible. Para la clase trabajadora, que necesita ganar todo, los reveses, aun los más duros, son temporales.
En otro momento gris y amargo, el Berlín de 1919, cuando los socialdemócratas se aliaron a la reacción para aplastar a las fuerzas revolucionarias, Rosa Luxemburgo expuso cómo deben estudiarse las derrotas, cómo han de sacarse las conclusiones:
“Todo el camino que conduce al socialismo ‑si se consideran las luchas revolucionarias- está sembrado de grandes derrotas. Y, sin embargo, ¡ese mismo camino conduce, paso a paso, ineluctablemente, a la victoria final! ¡Dónde estaríamos nosotros hoy sin esas ‘derrotas’, de las que hemos sacado conocimiento, fuerza, idealismo! […] Todas forman parte de nuestra fuerza y nuestra claridad sobre nuestros objetivos.”
Y agrega, refiriéndose, a la fallida insurrección de Berlín:
“La contradicción entre la intervención ofensiva, llena de fuerza, decidida, de las masas berlinesas, y la indecisión, las timidez, la insuficiencia de la dirigencia de Berlín han sido las características especiales del reciente episodio.
La dirigencia ha fallado. Pero la conducción puede y debe ser creada de nuevamente por las masas y a partir de las masas. Las masas son lo decisivo, ellas son la roca sobre la que se erige la victoria final de la revolución. Las masas sí han estado a la altura, ellas han creado de esta “derrota” un eslabón de aquellas derrotas históricas que son el orgullo y la fuerza del socialismo internacional. Y por eso florecerá de esta ‘derrota’ la victoria futura.
‘¡El orden reina en Berlín!’ ¡Burdos esbirros! Vuestro orden está construido sobre arena. La revolución, mañana ya ‘con estruendo se volverá a levantar’ y proclamará, para vuestro terror, entre sonido de trompetas:
¡Yo fui, soy y seré!”