Basta una orden, una discreta indicación, y los instrumentos del poder comienzan a operar. La represión policial de las manifestaciones populares es habitual y los muertos, los heridos, los golpeados, son innumerables. Son pobladores, son trabajadores, que enfrentan la violencia constantemente. Aun así, no es un accidente que en sólo pocos días las calles de Chile se tiñeran nuevamente de sangre. No es un tropiezo; es un mensaje.
Es el estreno en sociedad de un nuevo gobierno, impuesto de acuerdo a los mecanismos constitucionales, pero al margen de cualquier decisión democrática. La elección de Michelle Bachelet en 2013 contenía esa contradicción: aparentaba ser un gobierno fuerte, pues constituyó la opción más fuerte entre sus competidores, pero en realidad, era débil. Fue ungido en elecciones insólitas, anómalas, en que la mayoría del electorado decidió no ir a votar. La abstención refleja el rechazo mayoritario de la población al régimen político, el principal factor que alimenta su crisis. Pero los partidos gobernantes optaron por ignorar ese hecho.
represión
Ahora ese gobierno ya no existe. La acelerada crisis terminó por derribarlo. Ha sido sustituido por otro, en que los partidos, aparentemente débiles, llevan la delantera.
Y la violencia es el “matiz” que sella el fracaso del experimento neorreformista y el retorno de los métodos de la vieja Concertación. A su cabeza fue designado un funcionario experimentado en dirigir la fuerza represiva en contra del pueblo y sus organizaciones. La existencia política de Jorge Burgos, el ministro del Interior, nació en los sótanos de “la Oficina”, en los gabinetes en que se contaban los muertos en las protestas y “enfrentamientos” y en las celebraciones en los casinos de oficiales. Todo eso, por supuesto, muy “democráticamente”. Su exacta fisionomía moral quedó grabada en el modo en que justificó la pasividad de la policía para investigar el secuestro y asesinato de más de una decena de niñas en Alto Hospicio: a los desesperados padres les dijo que nada se podía hacer y que sus hijas seguramente habían escapado de sus casas para dedicarse a la prostitución. He aquí, en un solo ejemplo, el perfil de quienes hoy dirigen el país.
El regreso de la Concertación, con la DC a la cabeza, pone fin al ensayo neorreformista, pero persigue su mismo propósito: frenar la crisis del régimen político. Sin embargo, los hechos demostraron que eso no es posible. El programa ofrecido al país por la Nueva Mayoría en 2013 estaba condenado al fracaso de antemano. No porque las reformas fueran insuficientes o excluyeran la “incidencia” o participación de los movimientos sociales, como han dicho sus partidarios más idealistas. El motivo fundamental es que las reformas que pretendían interpretar los reclamos de la ciudadanía, no estaban dirigidas a la sociedad, sino al propio régimen político y su preservación. Por eso, hubo una reforma tributaria para los empresarios, laboral para los patrones, educacional para los sostenedores, electoral para los parlamentarios; por eso, se quiere imponer una carrera docente para despedir profesores, y una educación gratuita que es más restringida que la concedida, en su momento, por el gobierno de Piñera.
realismo
Ahora el gobierno abandona la siembra de ilusiones, los discursos ciudadanos y “el programa”. Se vuelve al cálculo frío y comercial de las realidades: ante la emergencia, ante el debilitamiento del régimen, se trata de cohesionarlo en torno a sus componentes fundamentales, los partidos. Pero las condiciones ya no son las mismas. En el período que siguió a la dictadura, la clase dominante formó un régimen que incluía a todos, desde el presidente, el Congreso y el Poder Judicial hasta Pinochet, pasando por las coaliciones políticas, los medios de comunicación, la Iglesia y los gremios empresariales y a la burocracia estatal. Hoy, en cambio, la crisis ha avanzado tanto que el régimen se muestra incapaz de poner orden en el… Servicio de Impuestos Internos.
La propia idea de crear una cohesión en torno a los partidos choca con el fraccionamiento y las divisiones internas de las colectividades políticas. La derecha está disminuida y sin capacidad de tomar la iniciativa; en el oficialismo, la pelea sobre quién debe dirigir aún no ha concluido y cada golpe debilita aún más al conjunto. Y, dicho al margen, hay algunos partidos que, en este nuevo esquema, empiezan a sobrar un poco. ¿Para qué haría falta una organización que ofrece como su aporte específico tener “un pie en gobierno y otro en el movimiento social”, si los problemas de “la calle” ahora se resuelven llamando a Carabineros?
Porque, justamente, ese es el principal efecto de la actual etapa de la crisis: mientras más busca defenderse el régimen, mientras más intenta refugiarse en su núcleo irreductible, más debe recurrir a la fuerza para disciplinar a todos los demás.
En suma, ha terminado la fase de las brillantes promesas, de las grandes oportunidades. Los informes del PNUD, los diagnósticos sociológicos del malestar social, los papers de políticas públicas progresistas, pasan al basurero. La estimación de los potenciales es reemplazada por el cómputo frío y duro de los hechos realmente existentes.
qué hacer
Los trabajadores también debemos obrar con realismo. Debemos prepararnos y actuar con frialdad. Por eso, nosotros levantamos la consigna de “que se vayan todos”. Es el camino más adecuado a las actuales circunstancias del país. Las otras opciones, diseñadas desde arriba, ya han quedado invalidadas.
Pero es verdad que hay muchos que dudan.
¿Es posible? ¿Qué significa eso, “que se vayan todos”? Simplemente, apunta a un cambio real, ajustado a la actual etapa histórica del país. No se trata de una propuesta extraordinaria. La misma salida se ha planteado en otras situaciones de crisis política. ¿O cuando el pueblo luchó en contra de la dictadura de Pinochet no exigía, en el fondo, lo mismo? ¿Y acaso el hecho de que entonces no se planteara el problema con realismo, es decir, que se fueran todos, no contribuyó a que, al final, siguieran los mismos en el poder?
Un hombre, se supone, instruido, ex rector de la Universidad de Chile, criticó el llamado a que se vayan todos como algo “impreciso y peligroso”. Otros creen ver en esa exigencia un impulso a la “antipolítica”. Sorprende semejante confusión en quienes se atribuyen un dominio acabado de los conceptos.
que se vayan todos
Que se vayan todos significa que deben irse los ladrones, los corruptos, los mentirosos, los explotadores, los narcotraficantes y delincuentes, los especuladores, los asesinos. Es un sistema basado en el saqueo, en la corrupción, en la manipulación, en la explotación, en el robo y el crimen el que debe terminar para que el pueblo de Chile decida su destino. Como se ve, se trata de una afirmación sumamente precisa y profundamente política.
Ahora, ¿es peligrosa? No es esa exigencia la peligrosa, son las circunstancias en que surge: la crisis del régimen que amenaza con arrastrar consigo a todo un país. Ese el punto. El pueblo, la patria, debe estar primero. Chile está primero. Si se siguiera ese principio, los destinatarios de aquel reclamo democrático popular tomarían la iniciativa y abandonarían la escena de manera voluntaria. En efecto, no es el grito de “que se vayan todos” el violento; ofrece, al contrario, la posibilidad de una salida ordenada. Lo violento es que los que deben irse se aferren desesperadamente al dominio del país.
El pueblo, en la misma medida en que otorga esa oportunidad, evalúa, calcula, mide las fuerzas. Lo hace sin fantasías, sin ilusiones, con realismo, con seriedad, con determinación, pues se prepara para ocupar el lugar que le corresponde.