El pánico a la enfermedad del coronavirus es mundial. Los Estados decretan medidas cada vez más restrictivas. Las bolsas se derrumban. Las economías se desmoronan. Y reina la confusión. Es comprensible el temor y la preocupación entre la población. Pero para superarlos, no basta lavarse las manos con jabón ni “quedarse en casa”. Hoy, las exigencias para los pueblos son mayores. No pueden confiar ciegamente en sus gobiernos. No pueden aceptar la pasividad. Deben adoptar una visión consciente y clara frente a una crisis que es más profunda que la epidemia.
En efecto, el virus que causa la enfermedad, el SARS-CoV‑2, es de cuidado. Eso se debe a varias razones. No se conoce tratamiento ni vacuna. Los síntomas no son unívocos, y muchos contagiados no tienen signo alguno de la enfermedad. Los tests para detectarlo son caros y se aplican de manera desigual en los distintos países; eso hace imposible proyectar su propagación y desarrollo. En suma, no hay un método claro para enfrentarlo. Pero, al mismo tiempo, en este momento, comparado con otras enfermedades virales, los enfermos y fallecidos son pocos.
¿Qué lo hace, entonces, tan temible? Son dos factores. El primero, la falta de información de los especialistas y la insuficiencia de los sistemas de salud. El segundo, es que es el ariete de una gran recesión mundial. Las medidas de los Estados refuerzan esa tendencia. En el caso de China, las cuarentenas masivas y el freno a la expansión económica orientada hacia los mercados internacionales, coinciden con la centralización del poder político y un mayor control del Estado sobre la economía. Es la respuesta de China a la guerra comercial lanzada por Trump. En Estados Unidos, las consecuencias de las medidas chinas, golpean duramente al capital financiero y aceleran la ruptura de las burbujas especulativas.
En Europa, los gobiernos aplicaron, inicialmente, medidas disímiles. Italia ‑supuestamente el símbolo de la inacción de las autoridades- reforzó tempranamente el cierre y el control de su límite marítimo con África. Su gobierno, débil en grado sumo, quiso usar las barreras sanitarias para frenar la migración desde Libia y otras regiones. Inglaterra, en tanto, revivió las teorías del siglo XIX del reverendo Thomas Malthus, que consideraba que hambrunas y pestes periódicas ayudaban al aumento de la productividad. Así, en el Reino Unido, el Estado ordenó aislar a los adultos mayores y no hacer nada para frenar la propagación del contagio entre la población menos vulnerable, con el fin de crear la llamada “inmunidad de grupo”.
El fantasma que ronda la respuesta frente a la emergencia es la recesión. Las medidas sanitarias, cualquiera sea la estrategia, significan frenar la producción, provocar cesantía y una consiguiente baja en el consumo. Es la secuencia normal, que se repite en todo descenso económico. Antes del coronovirus, inversión y comercio mundial ya estaban estancados o cayendo. La epidemia es la gota que rebalsa el vaso. El punto es que hoy eso ocurre en el contexto de una crisis general del capital. Los mecanismos normales para enfrentar una recesión, tasa de interés, expansión monetaria tienen escaso efecto. Los regímenes políticos que deben llevar a cabo estas medidas están asediados por una crisis crónica; la amenaza de movilizaciones y levantamientos se cierne sobre los gobiernos.
En Chile, esas condiciones son más agudas. El régimen está golpeado por un poder popular surgido del levantamiento, y que le quita toda capacidad de iniciativa. Un gobierno que es presa del pánico, un Estado diezmado y un sistema de salud derruido.
El cinismo con el que el gobierno ha promovido los intereses de empresarios y sus negociados con la emergencia es sólo superado por su ineptitud y patética debilidad. Suspenden las clases por la presión de los alcaldes, cierran las fronteras, después de que los países vecinos aplican idéntica medida. Ahora, los partidos del régimen, desde el grupo de Kast hasta el PC, y todos los demás, quieren aprovechar el coronavirus para suspender el plebiscito constitucional. Ya había quedado claro que temían a las consecuencias de su propio “acuerdo por la paz”: que no serían ellos, sino el poder del pueblo, expresado en los territorios y en las calles, el que se fortaleciera. La salida democrática ‑dudosa, condicionada y tramposa, en el diseño del régimen- será llevada adelante por el pueblo, de forma directa, honesta, y… sin ellos.
La crisis que la epidemia deja en evidencia no sólo es sanitaria. Es social, económica y política. Requiere soluciones de conjunto. Muchos estiman que se debe imponer una cuarentena general en todo el país. ¿Pero puede un gobierno de los empresarios decretar esa medida, si fuera necesaria, si va en contra de sus intereses? Considerando que, todavía, la expansión del virus está concentrado en los sectores más pudientes de Santiago ¿podría un gobierno de los ricos decretar el aislamiento obligatorio de las zonas con mayor incidencia de contagios, es decir, del barrio alto?
Las medidas para salvar vidas y proteger a la población exigen una clara demarcación de los intereses. No pueden realizarse bajo este sistema, no pueden aplicarse con este régimen. Este gobierno es, en efecto, el mayor riesgo sanitario del momento.
El pueblo debe hacer valer el poder que ha alcanzado. En los territorios, debemos imponer la atención de salud a los mayores y niños. Debemos golpear a los especuladores que pretenden hacer negocios a costa del sufrimiento y el temor. Debemos exigir el pago íntegro de los salarios durante la emergencia y garantías para la protección de la salud de los trabajadores. Debemos aplicar la cancelación de los pagos de los servicios básicos mientras dure la emergencia sanitaria. Y debemos seguir luchando para que se vayan todos y se levante un gobierno de los trabajadores.