La clase trabajadora del mundo acomete esta celebración del Primero de Mayo bajo la sombra de tres catástrofes: la catástrofe de la guerra, la catástrofe natural y la catástrofe de la crisis del capital.
Lo que se ha venido en llamar la guerra de Ucrania es, en realidad, un enfrentamiento mundial. Distintos bloques de países se alinean en torno a un conflicto que amenaza constantemente con expandirse e, incluso, en devenir en un choque nuclear. Los apetitos estadounidenses por poder, mercados y recursos no se agotan en las planicies de Europa Oriental. Chocan en Asia en contra del desarrollo de China. Pretenden convertir África y América Latina en un campo de una batalla que, por ahora, se libra con armas políticas y económicas.
Nosotros conocemos la catástrofe natural por las consecuencias de pandemia del Covid y por los efectos de la crisis climática, que atiza la lucha de las grandes potencias por territorios y recursos.
Y la catástrofe de la crisis del capital la identificamos por su incapacidad por crear una perspectiva de desarrollo para el mundo. En cambio, el dominio del sistema capitalista está marcado hoy por trastornos económicos, políticos y sociales cada vez más frecuentes, cada vez más profundos.
Estas catástrofes golpean a los trabajadores de manera directa e indiscriminada. Pero también tienen manifestaciones propias en cada país.
En Chile, la conciencia sobre ellas no ha tenido una voz social. Ninguna clase ha formulado su posición, su programa, sus propuestas de conjunto.
Al contrario, quienes parlotean y se agitan son los sectores más reaccionarios. Estos se encuentran en todo el espectro político. Desde el pinochetismo al progresismo liberal, navegan sobre una ola de retardo e imbecilidad.
Declaran al país “en excepción” y erigen a los responsables directos de la expansión de la criminalidad ‑políticos, jueces, fiscales y policías- en nuevos dioses. La delincuencia y el narcotráfico se han extendido en la exacta medida en que la acción del Estado se ha corrompido más y más.
Sus promotores pretenden ocultar su venalidad con una “emergencia”, cuyos fines son más que evidentes. Celebran la impunidad. Alientan un orden militar. Hacen apología de la represión. Para ellos, se trata de estar preparados ante un nuevo levantamiento popular.
El régimen se deshace en engaños y promesas vacías. Ya no tiene la energía ni la imaginación para dibujar “grandes reformas”, como hace algunos años. Su fracaso es evidente.
Así, el régimen busca privatizar el litio bajo el manto de una mayor participación del Estado; imponer una flexibilidad laboral en beneficio de los patrones enmascarada como una reducción de la jornada de trabajo; rescatar a las AFP e isapres con recursos estatales y las cotizaciones de los trabajadores con “reformas” a la salud y las pensiones.
Y como siempre se equivocan.
Como siempre, confunden el silencio de la clase trabajadora por un consentimiento a sus negociados, por la aceptación resignada de la indignidad.
No se dan cuenta de que ya nadie cree a sus engaños y mentiras. No se percatan que nadie se suma a sus ilusiones cada vez más pedestres y mínimas.
Les cuesta creer que la constatación de que este régimen no podrá satisfacer las necesidades más elementales de la sociedad no signifique un “estallido” inmediato.
Pero, al mismo tiempo, tienen perfecta claridad sobre que la respuesta de los trabajadores se prepara y madura. Por eso tienen temor.
Los representantes del régimen se entretienen en la tarea de denostar y borrar todo recuerdo del 18 de octubre de 2019. Deberían poner más esfuerzo en aprender.
Porque el pueblo chileno sí ha aprendido de sus experiencias. Sabe que su acción se descargará de un modo frío, impermeable a las mentiras y los engaños, con una fuerza superior y definitiva.
Y, en silencio, se prepara, se instruye, se organiza.
Porque ahora vamos por todo. Vamos por el poder.