El levantamiento popular del 18 de octubre de 2019 ya es parte de la historia.
Muchos creen que significa que quedó atrás. Que puede ser olvidado o, en su caso, recordado como una efeméride, una fecha para celebrar o conmemorar.
Es todo lo contrario. Que sea parte de la historia, lo convierte en una fuerza viva.
Cuando aquel viernes la ciudad de Santiago se paralizó y en distintos puntos de la capital aparecían muchos pequeños grupos de vecinos que se agolpaban en las esquinas, cuando ese mismo movimiento se extendió, en las horas y días siguientes, a todo el país, también operaba allí una fuerza viva.
Las barricadas, las marchas en las poblaciones, el enfrentamiento a la represión: era, evidentemente, la experiencia de las protestas en contra de la dictadura.
Más de tres décadas y media habían pasado desde entonces. La mayoría de los movilizados no las había vivido ni sabría describirlas con exactitud: las luchas del pueblo no se enseñan en el colegio.
En la medida en que se desenvolvía el levantamiento popular se expresaban también las fuerzas acumuladas en años de luchas.
El papel de los estudiantes secundarios en desencadenar las acciones de masas se nutría de sus movilizaciones del 2006 y 2011. Las asambleas que se formaban en poblaciones y barrios se habían ensayado ya antes, aunque en una escala más pequeña.
Y, en general, el movimiento del pueblo pudo basarse en lo aprendido en grandes movilizaciones regionales, como en Chiloé y Puerto Montt en 2016, Magallanes en 2010, Aysén en 2012.
Y, ciertamente, volcó toda su experiencia cotidiana de luchas por el salario, por pensiones justas, por salud digna, en contra de la devastación social y ambiental provocada por grandes conglomerados empresariales.
En otras palabras: no fue un estallido.
No apareció de la nada ni desapareció en el olvido.
Cuando el levantamiento popular abarcó a todo el país, ya había estado presente en América Latina y en el mundo. Su forma primigenia se había ya mostrado en las rebeliones populares en los países árabes, en el inicio de la década. Venía antecedida de enormes movilizaciones populares que, incluso, sacudieron a los países más industrializados como Francia. Y continuó, incluso durante la pandemia, en Colombia y en los propios Estados Unidos.
La clase dominante se solaza en la idea del estallido. Se siente, de ese modo, absuelta de toda responsabilidad moral y política. Sólo quisiera continuar como siempre, en un mundo que se derrumba frente a nuestros ojos.
Pero eso no es posible.
Para el régimen político, octubre es como un fantasma que debe ser espantado o como un terrible demonio, de otra galaxia, que ha de ser exorcizado. Por eso, de la izquierda a la derecha, quieren oponerle a ese espectro las ideas más reaccionarias, la preparación represiva más desmedida y las mentiras más desembozadas.
Para el protagonista del 18 de octubre, el pueblo, el levantamiento que llevó a cabo no es un alma en pena ni una aparición.
Es una experiencia necesaria en un difícil camino.
¿En qué consiste esa experiencia?
Primeramente, en que el pueblo puede ejercer su poder. La acción de masas, la movilización, si se realiza con unidad, somete y paraliza a sus adversarios.
En segundo lugar, el pueblo pudo apreciar el papel de la violencia en ese proceso, tanto la ejercida para reprimir como la empleada para defenderse.
En tercer lugar, el pueblo pudo comprobar que no puede esperar nada de los partidos del régimen. Los que con oportunismo intentaron aprovechar la ola ‑y esos fueron todos, desde la izquierda hasta la derecha- no cumplirían ninguna de sus promesas.
En cuarto lugar, el pueblo ve las consecuencias de no tomar el poder; pero lo hace, aunque padezca las necesidades y las injusticias, no como derrotado.
El pueblo no fue derrotado ni engañado. Detuvo su rebelión por decisión propia, en medio de la incertidumbre de la pandemia, porque consideró que la vida debía tomar una prioridad.
Ningún pueblo del mundo puede hoy atesorar una experiencia de semejante magnitud, que no se aprende en los libros, sino que se crea y cultiva y protege.
Se trata de una experiencia necesaria. Sin ella, en efecto, no es posible proponerse un cambio fundamental en nuestra sociedad.
Muchos sectores revolucionarios, de la izquierda que se reclama parte del pueblo y de los trabajadores, interpretan el levantamiento como una “oportunidad perdida” y, así, como una derrota.
No consideran, ni lo tuvieron en cuenta en su momento, que sin la experiencia de las masas no se puede forzar una victoria, ni podría construirse una sociedad nueva.
Cometen un error muy fundamental quienes piensan que se “desaprovechó la ocasión”; se suman voluntaria y equivocadamente al fracaso de las expectativas fantasiosas de las llamadas capas medias. Son las mismas que ahora claman por orden y policías.
Pero el régimen, que fue incapaz entonces de realizar reformas sociales y democráticas, ahora menos está en condiciones de estabilizar y ordenar una sociedad que va a la deriva.
Esa es también una experiencia necesaria.
Los gobernantes y sus patrones pueden dormir tranquilos; no habrá un nuevo “estallido”.
Pero deberán tener en cuenta que se enfrentarán a la fuerza viva de octubre, una fuerza que organizará su poder y lo defenderá de manera eficaz, que actuará con completa independencia de clase, que se fijará objetivos y los perseguirá sistemáticamente, y que no se detendrá hasta haber conquistado todo el poder.
Y ese pueblo, dotado de esa fuerza, empleará ese poder para satisfacer sus necesidades, establecer la decencia y la dignidad, y trabajar por un futuro para sus hijos.
Eso ya lo sabemos.