La emergencia causada por el coronavirus se profundiza cada día. Chile es uno de los países más golpeados por el virus en el continente. La inacción del gobierno empeora la situación. Sus manejos oscuros colocan a la población ante un grave riesgo. Las cifras oficiales no son fiables ni consistentes. Las acciones impuestas reflejan desorden e improvisación, en algunos casos, y buscan favorecer directamente intereses económicos y políticos, en otros. Sólo responde a las presiones: las que ejercen los grandes empresarios, las que surgen en el propio régimen, y a la resistencia del pueblo. Por esa razón, las medidas que adopta son contradictorias, parciales, tardías y, tomadas en su conjunto, ineficaces. La idea de frenar las infecciones sólo de noche, con el toque de queda; el afán de lanzar a los trabajadores a contagiarse en masa, en el transporte público; todo eso, es un reflejo de la ineptitud y del cálculo criminal dirigido en contra del pueblo.
Así ocurre también con las restricciones impuestas en parte de la capital. La decisión se toma a destiempo, cuando el contagio ya se ha expandido a otros sectores de la Región Metropolitana y del país; está limitada, por ahora, a sólo siete días, cuando la evidencia epidemiológica indica que ésta debería ser de más de dos semanas, para adecuarse al ciclo del virus, desde el contagio hasta la inmunización; y está plagada de excepciones, permisos y resquicios, probablemente para no incomodar a los residentes más ricos del país y no detener la actividad económica. La misteriosa teoría de la “cuarentena progresiva” que el gobierno ha sacado a relucir, esconde una irresponsabilidad criminal: las medidas, cuando son parciales y se realizan a medias, amenazan con tener consecuencias contrarias a las buscadas. Una cuarentena “light”, es decir con un cumplimiento relativo y el desplazamiento de decenas miles de trabajadores desde y hacia la zona aislada, va a frenar sólo moderadamente el aumento de los contagios en una parte pequeña de la población, y lo acelerará para todo el resto.
El estado de excepción y la consiguiente militarización del país obedece a un impulso similar: pretende proteger al régimen y a quienes lo sustentan, los intereses de los grandes empresarios, y no a la población. Las fuerzas militares deberían estar trabajando, en vez de no hacer nada. Y no es que falten tareas: el aseguramiento del aislamiento de los contagiados, la repartición de alimentos y de ayuda sanitaria en las zonas en que debieran regir cuarentenas generales, al igual que labores como la recolección de basura, transporte público, la fabricación de equipamiento esencial y otras necesidades creadas por la emergencia. En cambio, lo que ha hecho el régimen es crear una nueva capa de burocracia para aplicar las medidas de control sanitario. Varios de los jefes de zona están directamente implicados en el robo multimillonario al Estado para lujos y privilegios personales. Y los que no figuran, por ahora, en los expedientes judiciales, no se salvan: pertenecen al mismo grupo del alto mando de las Fuerzas Armadas, signado por su participación o complicidad con la monumental trama de corrupción criminal.
Rescate del capital
Mientras la epidemia se extiende por el país y el mundo, queda en evidencia de que ha desencadenado una enorme crisis económica que podría superar la recesión iniciada en 2008. Las grandes potencias se aprestan para una intervención estatal sin precedentes. Sólo Estados Unidos proyecta un paquete de “estímulo” de dos billones (millones de millones) de dólares. El objetivo fundamental es salvar a las grandes empresas golpeadas por la disrupción de los procesos productivos y al capital financiero, amenazado por la acumulación de deuda contraída por esas mismas compañías. La respuesta económica en la Unión Europea refleja su decadencia como bloque. Al igual que en la respuesta al coronavirus, cada país persigue su interés nacional; en este caso, los intereses de su clase capitalista. Así, Alemania, por ejemplo, se niega a permitir que Italia, el país que más sufre los embates de la catástrofe, financie su estímulo fiscal con deuda garantizada por la UE. El cálculo es evidente: aumentar la dominación económica sobre las naciones de la periferia europea. La caída de la actividad industrial en China es infinitamente mayor a la esperada. El freno de la expansión industrial china y una reorientación económica y política “hacia dentro” sólo aumentarán los efectos sobre las naciones dependientes productoras de materias primas.
Chile es, por supuesto, el principal perjudicado en esa categoría. El gobierno anunció su propio programa de estímulo de casi 12 mil millones de dólares. Medido según el tamaño de la economía es uno de los más altos del mundo, aunque las cifras vienen infladas con abundante “letra chica”. Así, por ejemplo, se suman US$ 1.000 millones por el gasto contable de cobrar al contado las facturas que debe el Estado, y no a 30 días. El origen de los recursos sería el aumento de la deuda externa y los fondos soberanos… ¡en el mismo momento en que se cierra el crédito en todo el mundo y cuando las reservas financieras chilenas se han derrumbado en las bolsas mundiales!
El propósito de programa, si es que se llega a materializar, es una transferencia fenomenal del Estado a los grandes capitales. Un salvataje, con costa del conjunto de la población, de los intereses de los grupos económicos que dominan al país. Se trata, literalmente, de que los trabajadores paguen el costo de la crisis. Así, el Estado, y no los empleadores, financiará sueldos rebajados en al menos un 30%, para las empresas que se acojan al proyectado plan de “empleo protegido”. El cinismo no tiene límites: no hay ninguna garantía de que, una vez superada la emergencia o en cualquier momento, esos trabajadores no sean despedidos. La Dirección del Trabajo dictamina que los patrones pueden dejar pagar los sueldos a los trabajadores que deben cumplir con una cuarentena obligatoria. Es protección para los grandes empresarios, no para los trabajadores.
Todo esto pasa en medio del temor y la preocupación por la epidemia, y en medio del silencio de las organizaciones sindicales, de los partidos políticos de “oposición” y todos los componentes del régimen, que se han coludido en torno a un solo objetivo, hacer que el pueblo lleve el sacrificio de la crisis, y salvar al sistema que asegura beneficios y cuotas corruptas a un pequeño grupo.
Una pandemia social
El virus, el SARS COV‑2, en sí mismo no es un organismo vivo. En la medida en que logra entrar a una célula de un humano, cobra existencia biológica. Y, en la medida en que se propaga, cobra una existencia social y moral.
Hay un hecho empírico: prevalece el virus en un sector de la población, los más ricos. Eso se debe a dos circunstancias: tienen más acceso a viajes internacionales y viven de manera muy segregada, aislada del resto del país. Pero la existencia moral y social del virus, no se detiene ahí. Habrá, por ahora, más contagios entre unos, pero los muertos, los pondrán los otros. Pues, tienen más acceso a servicios de salud, mientras que los otros se les ha negado ese derecho persistente y constantemente.
Unos cuentan con la protección preferente de sus intereses por parte del Estado, otros serán los sacrificados.
Toda epidemia está ligada a su época y realidad social. La peste negra se propagó por el crecimiento de las ciudades del medioevo. Estas crecían sin agua potable, sin sistema para los desechos o la basura; sin alimentación suficiente; sin ventilación; sin protección contra el frío, el calor, la humedad, los incendios o las inundaciones; sin nada, en realidad. La insalubridad extrema convertía a las pulgas en transmisores de la bacteria de la peste bubónica. La única solución era entonces la muerte de los enfermos y la destrucción de los cadáveres. El coronavirus, en cambio, es propio de nuestra época de crisis general del capital. Se propaga por medio de los adelantos técnicos y económicos; la apertura de inmensos mercados mundiales; el constante movimiento de millones de productos y millones de seres humanos por el globo en pocas horas. Se propaga también por medio de la desigualdad entre las naciones y el desmontaje de los sistemas de salud públicos en numerosos países. La crisis general del capital significa la crisis de sus regímenes políticos, de sus Estados, de su sistema de dominación. Esta pandemia ocurre, entonces, cuando los pueblos se lanzan a la lucha por sus derechos. Acontece justo cuando en Chile el pueblo establece sus demandas, identifica a sus enemigos, toma su protagonismo y pasa a la acción. Ocurre cuando hace su revolución.
La peste negra causó la muerte de millones de personas y una devastación sin igual en la Europa del siglo XIV. Pero a esa experiencia terrible se le atribuye también el surgimiento de una nueva visión del mundo, menos anclada en la superstición religiosa y el miedo, más abierta y terrenal, en suma, más humanista: el renacimiento.
Pasaron siglos hasta que se determinaran las causas de la peste bubónica. En cambio, muy pronto se puede esperar la aparición de una vacuna contra el coronavirus. Y ahora, también, el mundo, a pesar del miedo y la angustia, cobra una conciencia más terrenal, realista y definida de sus condiciones de vida.
A parar la peste
Y la actual peste plantea nuevamente el dilema: la supervivencia de un sistema caduco y moribundo, basado en la muerte y el despojo, o la supervivencia de quienes hacen posible la vida con su trabajo y quienes no tienen más horizonte que la protección de quienes más necesitan ayuda, los mayores y los niños. Por eso, debemos parar esta peste. Debemos parar la amenaza en contra de la salud y la vida de nuestro pueblo; debemos parar los despidos y saqueo a los trabajadores, a sus salarios, a sus pensiones, a sus presupuestos familiares sometidos a la especulación y las alzas; debemos parar a los ladrones y enemigos del pueblo: los grandes empresarios; el gobierno, el régimen político y sus políticos; los jefes militares corruptos y los jueces venales.