Este Primero de Mayo no podría ser más negro. La pandemia proyecta una oscura sombra sobre la vida de los trabajadores. La amenaza es enorme. La incertidumbre se filtra en cada acto cotidiano. Hoy, los trabajadores están lanzados a la tarea de contener el peligro, de proteger a sus mayores y a sus hijos. Lo hacen en las peores condiciones. Solos. La situación material en muchos hogares se derrumba. Los despidos arrecian. Las alzas no paran, los cobros tampoco. Y el futuro inmediato pinta negro, negro.
Frente a la emergencia, el Estado no merece confianza. Al contrario, exuda oportunismo y frivolidad. Políticos y empresarios, generales y jueces corruptos sienten que pueden volver a sus andanzas habituales. El levantamiento popular de octubre les había puesto límites. La revolución les había mostrado que había otro poder, opuesto al suyo, el poder del pueblo. Ahora, que se impone la distancia ‑en vez de la fuerza- social, creen que, quizás, pueden volver como antes.
Estiman que la preocupación sobre el presente, el temor al futuro, harán que todos se encierren en su propia crisis individual o familiar. Suponen, acaso, que las urgencias económicas harán olvidar quienes son los causantes de la verdadera crisis nacional. Dirán que “¡el virus fue!”, no su orden injusto, corrupto, moribundo.
¿Tienen razón? La historia podría indicar que sí. Las crisis, siempre, sin excepción, las han pagado los trabajadores. Los desastres económicos, las periódicas recesiones, siempre se han superado con el empobrecimiento de los trabajadores, con la pérdida de sus bienes, la destrucción de su existencia y sus proyectos. Y siempre los grandes empresarios, los políticos que les siguen, y toda su banda, han resultado ganadores. La debacle económica que viene, también lo pagarán los trabajadores. La “nueva normalidad” es que esto siga permanentemente.
¿Quieren “normalidad”?
Pero la crisis mundial de hoy, agudizada por una peste que iguala a los países dependientes e industrializados, que abarca a todo el mundo, que pone al descubierto la incapacidad de un sistema y que promete penurias de todo tipo, esa crisis es tan general, que exige la acción de los hombres y mujeres trabajadores. No podrán pagarla, aunque quisieran.
Los trabajadores contemporáneos se distinguen de las demás clases en que su única perspectiva es la de un cambio fundamental. Nada de lo que necesitan puede lograrse con el orden de cosas establecido. Pero, así como es hoy la clase revolucionaria, carga también con rasgos reaccionarios que le son propias. El principal está reflejado en esta frase: “…si mañana igual tengo que trabajar”. Esa idea zumba como mosca sobre cualquier llamado a luchar, a defender sus derechos, a sumarse a una marcha, a una huelga, a levantarse y dirigir: “para qué, si mañana igual tengo que trabajar”. Cuando en la mañana no haya empleo, ni nada que hacer ¿podrán decirlo ahora? A ver cómo suena. A ver cuánto sirve la resignación, soportar la tormenta, agachar la cabeza.
Hoy, quien no defienda a su familia, a sus hijos, quien no proteja a sus padres y abuelos, quien no se sume a los demás, quien no haga lo que sea necesario, verá cómo mañana se queda sin nada. La cuestión es bien simple. O actuamos o nos van a pasar por encima, sin compasión.
Hay que terminar lo que comenzamos
Así está planteado el problema hoy. Estamos solos y debemos actuar. El inicio ya está hecho. El levantamiento de octubre demostró nuestra fuerza, nuestra decisión y nuestro poder. Fue la primera etapa de la revolución. Ahora hay que terminar lo que empezamos. Hay que terminar con los enemigos del pueblo. Ellos están juntos: grandes empresarios, gobierno, políticos, jueces corruptos, y los altos mandos policiales y militares. Su objetivo es salvar su sistema, sus ganancias, sus coimas y privilegios con la continuación del saqueo y desprecio a la mayoría. No les importa la emergencia ni las vidas humanas.
Terminar con esos enemigos significa algo muy preciso. Hay que quitarles el poder, por todos los medios posibles, cuanto antes. Esto no tiene que ver con las elecciones, la constitución o la democracia, sino de quién tiene el poder para cambiar esta situación.
Y la situación es tan grave, tan peligrosa, que ese poder lo significa todo. Es lo más importante en estos momentos. Por eso necesitamos el poder, necesitamos un gobierno de los trabajadores. Nuestro pueblo tiene los líderes, los hombres y mujeres que pueden asumir, con principios, con honradez, la tarea de dirigir el país, en cada población, en cada ciudad, en cada región.
El gobierno de los trabajadores va a actuar según la voluntad del pueblo. Va a imponer justicia por todos los crímenes que se han cometido en contra de Chile.
Tendrá magnanimidad para quienes comprendan a tiempo que deben separarse de quienes asesinan al pueblo. Establecerá soluciones que sean solidarias y racionales a los problemas que afligen al país y creará las condiciones para que el pueblo pueda decidir su régimen político, económico y social.
Este Primero de Mayo no hay nada que celebrar. Hay mucho que hacer. Hay que terminar lo que comenzamos.