El plebiscito constitucional del 25 de octubre fue vivido por nuestro pueblo como una victoria. Nadie podrá arrebatarle su protagonismo y el significado del logro obtenido. Es otro triunfo más, una nueva demostración de fuerza, en el proceso iniciado con el levantamiento popular de 2019.
En el reconocimiento de su propia fuerza, el pueblo reivindicó sus métodos de lucha: antes de que se contaran los votos, reconquistó la Plaza Dignidad, rompiendo el cerco y la represión policial. Esa acción se repitió en muchas ciudades del país. Así, el movimiento popular dejó en claro sus intenciones; habla con su propia voz.
Sus enemigos, en cambio, aún deben recuperar el aliento. “Las elecciones no se pierden, se explican”, dice un antiguo refrán politiquero. Como toda frase cínica, refleja una verdad. Las elecciones pocas veces significan un cambio verdadero. Los supuestos “ganadores” y “perdedores” siguen igual, hasta los siguientes comicios; nada que no se pueda “explicar” con efusiones retóricas y un poco de aritmética “creativa”. En cambio, cuando sí opera un cambio verdadero, victoriosos y derrotados no quedan registrados en las actas de escrutinio.
Aún así, éstas pueden indicar algunos datos evidentes. Los partidos del régimen se quiebran la cabeza buscando dónde están “sus” votos en columnas del apruebo y el rechazo. Es lógico que piensen así. Si las elecciones poco cambian, poco cambia en las elecciones: la proporción entre las distintas fuerzas, de izquierda, centro y derecha, se mantiene más o menos igual en el tiempo. Pero en este caso, la división no se representa entre partidos y coaliciones o doctrinas constitucionales, sino entre clases sociales. En el puñado de comunas en las que se concentran los más ricos del país, gana una opción; en las demás, donde la mayoría son trabajadores, se impone la otra. En aquellos sitios en que la movilización popular fue especialmente amplia e intensa, en los baluartes del levantamiento, la ventaja es aún mayor que en la media nacional, y el aumento de la participación electoral, más notorio.
En verdad, esta vez, a los perdedores les cuesta “explicar” esta elección. Por eso, dejaron de lado el plebiscito y pasaron inmediatamente a “interpretar” las votaciones que aún no han ocurrido, como las de la convención constitucional, que pretenden llenar de viejos carcamales, segundones de diputados, e “independientes” ‑una vasta categoría que cubre famosos de la tele, intelectuales bienintencionados, y dirigentes sociales subordinados a los partidos.
El pueblo derrotó el plan del régimen
Sin embargo, nosotros no podemos seguir un procedimiento tan sumario. Los plebiscitos son elecciones, sí, pero de un tipo especial, porque ya suponen, si no un resultado preciso, una conclusión política determinada. De lo contrario ¿para qué convocarlos? Cuando Napoleón Bonaparte fue elegido, en el primero de los plebiscitos modernos, cónsul vitalicio de la república francesa en 1802 (el “rechazo” de entonces sólo obtuvo poco más de 8 mil votos ‑contra 3,6 millones‑, si le sirve de consuelo a alguien) sólo cimentó el golpe que éste había encabezado tres años antes. O, al revés, cuando en 1988, la dictadura llamó a votar a favor o en contra de la continuidad de Pinochet, lo hizo obligado por el temor a la lucha popular, la presión del imperialismo y de la clase dominante.
En este caso, no obstante, ¿cuál era la conclusión esperada? Según el objetivo inicial de los partidos del régimen, votar “apruebo” significaba aprobar el acuerdo cerrado el 15 de noviembre de 2019, “por la paz y una nueva constitución”. Significaba, para la, literalmente, trasnochada alianza desde el Frente Amplio hasta la UDI, terminar, deslegitimar, cerrar, ahogar, en suma, derrotar, el levantamiento popular de octubre y proteger al gobierno de Piñera y a los responsables de la represión.
Pero la lucha continuó. Y se enfocó con especial concentración en quienes habían firmado el acuerdo inconsulto.
Al constatar el fracaso de su plan, la derecha repudió el pacto o, al menos, sus consecuencias. Demasiado debilitada para echar marcha atrás, tuvo que conformarse con la opción fatal del “rechazo”. Del rutinario cálculo parlamentario pasó al impulso del suicidio político. Unos buscaron revivir el pinochetismo en sus guaridas tradicionales y en las redes sociales; otros se mimetizaron con el “apruebo”; y otros, por su parte, oscilaron entre una posición y otra. Obviamente, al final se decidieron por la peor, como Piñera, quien quedó acachado con su famoso “gabinete del rechazo”.
Los demás partidos del régimen no tuvieron más remedio que seguir adelante. Pero con el derrumbe del acuerdo de noviembre, el plebiscito perdió su propósito. Si se convertía en una manifestación más de las demandas populares ¿de qué les serviría? La noche del domingo, la alegría popular desbordó las calles y plazas, y se confrontó, como siempre, a la represión; los jefes políticos de la antigua Concertación y del Frente Amplio, en tanto, sólo repletaron sus oficinas y se confrontaron a sí mismos. Aún después de la batalla exitosa, los estrategas de los “comandos del apruebo” sabían que no era prudente mezclarse con sus supuestas tropas. Es lógico que sea así. Nada tienen en común las demandas del pueblo con el objetivo de mantener vivo un régimen moribundo con concesiones.
El balance es claro: el derrotado es el régimen. El 80 contra 20 por ciento del plebiscito no le ha dado un ápice de respaldo y ha profundizado su fragmentación interna. No frena ni desmoviliza, sino que vuelve más sólido al movimiento popular. Ellos esperaban consenso y obtuvieron lucha de clases.
Constitución derogada y poder legítimo
El desenlace del plebiscito crea una situación nueva. Y lo hace ahora, inmediatamente, no en algunos meses, cuando se cumplan los plazos del llamado proceso constituyente. Ni esta victoria del pueblo, ni la derrota del régimen son hechos definitivos.
Muchos de los que criticaron el mentado acuerdo de noviembre, indicaron que la proyectada convención constitucional no corresponde a la demanda de una “verdadera” asamblea constituyente. Por supuesto que no. Una asamblea constituyente auténticamente democrática, expresiva de la soberanía popular, requiere que antes se termine con el régimen político existente y con el poder de la clase dominante. No puede haber una deliberación libre y soberana sobre los destinos del país, sobre la forma de organizar su gobierno y de cumplir las necesidades y anhelos del pueblo, mientras se mantengan los privilegios y el dominio de los grandes grupos económicos, de los capitales foráneos, de los partidos políticos del régimen y su gobierno, con los altos mandos criminales de las Fuerzas Armadas y de la policía, con los jueces corruptos que actúan en contra de los intereses del pueblo.
Pero justamente ese es el contenido, cada vez más evidente, del proceso iniciado con el levantamiento de octubre de 2019: romper realmente con ese dominio. Como alguien dijera antaño, la revolución es minuciosa y realiza su tarea metódicamente… como un topo, debajo de la superficie, abre su camino.
En el otro lado, el régimen ya quisiera que una nueva constitución prolongue su existencia amenazada. Por eso impone condiciones y garantías, por eso pide que sea “mínima” y, en el fondo, casi igual a la de 1980. Pero una constitución creada por un régimen moribundo va a ser una constitución nacida muerta y su texto, sólo la lápida de un sistema caduco.
Las constituciones modernas aparecen como el origen del orden existente. En realidad, son su consecuencia o su reflejo. Cuando cambia ese orden, les sigue un cambio en la constitución. Cuando Napoleón consolidó su dictadura, hizo aprobar, como ya vimos, vía plebiscito, la “Constitución del año X” (el décimo año de la revolución francesa que él estaba aplastando).
Cuando los estados del norte se impusieron en la guerra civil, “enmendaron” la constitución de Estados Unidos, prohibiendo la esclavitud, abriendo el camino a la expansión industrial y territorial de los Estados Unidos.
El hecho de que las constituciones sean un simple resultado del desarrollo político y social no significa que aquellas carezcan de importancia. Le dan una forma a orden dominante: fijan las reglas de organización del Estado y, en la actualidad, reconocen ciertos derechos individuales y sociales. Pero, además, le otorga una legitimidad a esas normas. Eso es lo que distingue a una constitución de una simple ley, de un reglamento o de un bando de una junta militar. En esto no hay discusión.
Pero ¿qué orden nuevo se creado en Chile para una nueva constitución y de dónde proviene su legitimidad?
Parte de ese problema ya está resuelto. Las luchas populares, el levantamiento de octubre y el plebiscito del domingo, han herido de muerte al orden antiguo y han eliminado la legitimidad de la constitución de 1980.
Ese es el pequeño detalle que los partidos del régimen no consideraron en su desesperación por terminar con el levantamiento con un “proceso constituyente” amañado y controlado por ellos. El plebiscito, en vez de ratificar sus intenciones, simplemente ¡los dejó sin su constitución!
Diputados y senadores, abogados y jueces, el gobierno y la Contraloría, militares y policías, pueden jurar y rejurar que la constitución pinochetista ‑repudiada por la población, deslegitimada por las luchas sociales, e invalidada en las urnas- sigue rigiendo, mientras no se dicte una nueva. Han pasado apenas un par de días desde el plebiscito y ya lo están invocando: “¡si está escrito en el acuerdo del régimen; así lo dice la… constitución!” “Es cosa de ver”, dicen, “artículo 135, ahí está, clarito, inciso segundo: ‘mientras no entre en vigencia la Nueva Constitución en la forma establecida en este epígrafe, esta Constitución seguirá plenamente vigente, sin que pueda la Convención negarle autoridad o modificarla.’”
Sin embargo, esa autoridad ya ha sido negada, no por una convención, sino por el pueblo de Chile. Con ella, se le ha negado la autoridad del gobierno, del congreso, del poder judicial, de las fuerzas armadas y de carabineros; con ella, se le ha negado la autoridad de las normas que protegen el poder de los grandes grupos económicos y del capital extranjero.
Poder contra poder
Esta es la nueva situación. Se ha creado una especie de constitución excepcional, no escrita, sin títulos ni artículos, que refleja un orden político y social también excepcional: la confrontación entre el poder real del pueblo con el poder real del viejo régimen.
El poder del pueblo ha reclamado su legitimidad y se la ha arrebatado al régimen, que deberá, en cada momento, optar entre retroceder a las normas de Pinochet o hacer concesiones a la legitimidad representada en el poder real del pueblo. Sólo horas después del plebiscito, dirigentes de la antigua-nueva Concertación ya plantean disolver el Congreso y terminar anticipadamente con el mandato de Piñera. El gobierno, ante lo que se proyecta como una nueva derrota, y aún más devastadora, por el segundo retiro del 10% de las AFP, pretende que esa exigencia popular sea declarada contraria a la constitución que recién ha sido impugnada en el plebiscito.
Esta situación, poder contra poder, es la que determina todo. Todos los manejos del régimen quedan subordinados a sus severas exigencias. Todas las luchas populares se encaminan a derribar este último obstáculo.
Acción, organización y definición
¿Qué viene ahora? Para el movimiento popular, la mayor responsabilidad es la organización y la lucha incesante por sus demandas. Esta tarea debe basarse en las experiencias acumuladas desde el levantamiento de octubre y en su fuerza real: en los territorios, en la más amplia unidad, en la acción y en una clara separación entre el poder legítimo del pueblo y el poder caduco del régimen y del sistema que representa. Las demandas más urgentes, trabajo, salud, vivienda, educación, justicia, dignidad, son el fundamento de batallas ascendentes que se enfocan enuna salida a esta situación excepcional y transitoria, en definir qué poder va a prevalecer.
Después de la celebración del domingo, los trabajadores reanudaron sus labores, la población enfrenta las mismas carencias y necesidades que no tienen solución. Ese paso brusco de la alegría a la realidad apremiante de la lucha diaria debería servir de advertencia al régimen. Nadie cree en las ilusiones, cada día más estériles, que siembran los defensores del sistema. Pero avanza, a paso de gigantes, la confianza del pueblo en su propia fuerza; en su poder de cambiarlo todo.