El feminismo verdadero lucha en contra del capitalismo
Aristóteles sostenía que las mujeres, en cuanto a su valía, se ubicaban en la misma categoría que los animales.
El filósofo sólo reflejaba la sociedad en que vivía, la antigua Grecia. Para los que pertenecían a la clase de Aristóteles, el resto de la población, sin distinción de género, no era distinto a los perros: los esclavos, que conformaban la inmensa mayoría de Atenas. Pero también los libres carentes de propiedad, los artesanos, los extranjeros o metecos, eran reputados como menos que humanos.
Más de veinte centurias después, ese desdén hacia la condición femenina no ha desparecido.
La consideración de que la mujer no es inferior, ante el Derecho y las instituciones estatales, es un producto de la sociedad burguesa ya desarrollada. En efecto, con su aparición, el capitalismo revolucionó la situación de la mujer. La conformación de la clase trabajadora moderna rompió la antigua división del trabajo que la remitía a la crianza de los hijos. Del mismo modo que el capitalismo liberó a los campesinos de la servidumbre, a los artesanos del arbitrio de los gremios, en suma, de la misma forma en que destruyó la sociedad anterior, destrozó también a la familia del feudalismo y el lugar que la mujer ocupaba en ella.
la mujer bajo el capital
Junto al trabajador libre ‑libre de las ataduras tradicionales, libre de vender su fuerza de trabajo- nació la trabajadora, igualmente libre –libre, también, de ser explotada y sometida- para asegurar su sustento y el de su familia.
En la segunda mitad del siglo XIX, los Estados capitalistas comienzan gradualmente a eliminar la tutela legal sobre la mujer con respecto a los derechos de propiedad, la capacidad para celebrar contratos, la herencia, etc. Pero se entiende que estas concesiones sólo beneficiaban a aquellas que tuvieran alguna propiedad susceptible de ser enajenada o heredada. Del mismo modo, cedieron lentamente los prejuicios sobre la inferioridad intelectual de la mujer, pero sólo para hijas burguesas que lograron su admisión a las universidades, hacia fines del siglo.
Mientras las mujeres de la burguesía conquistaban, entonces, su derecho de ser titulares jurídicos del capital amasado por sus padres o maridos, a ampliar su cultura más allá de los salones y el aburrimiento de la vida hogareña, las mujeres trabajadoras concebían su lucha de manera distinta. No tenían otra opción.
Recién en el siglo XX, los Estados capitalistas conceden derechos políticos a la mujer, el derecho a participar de la democracia burguesa. Este proceso coincide con el avance, en Europa, del movimiento político y sindical de la clase trabajadora. En Gran Bretaña, organizaciones femeninas pequeño burguesas, las famosas sufragistas, habían dado una dura lucha por el derecho a voto femenino. Respetables damas sufrieron el apaleo policial, realizaron huelgas de hambre, ante las burlas de la prensa que llamaba a sus maridos a controlar a “esas histéricas”. Pero no fueron las sufragistas las que, finalmente, después de la I Guerra Mundial, conquistaron el derecho a voto, sino las organizaciones obreras y las mujeres que durante la conflagración imperialista habían reemplazado en la industria y la vida económica a sus hijos, padres y maridos que morían en el frente de batalla por los intereses de reyes y magnates. El sufragio femenino se consagró como parte del proceso que también eliminó las trabas a la participación electoral de los trabajadores en general: los distritos “amañados”, la exigencia del pago de elevados impuestos o el requisito de ser propietario de un inmueble.
No es coincidencia que estas concesiones se dieran, como en el resto de los países europeos y en Norteamérica, en reacción al nuevo régimen creado por la Revolución Rusa. Los trabajadores extendieron su fuerza política, y los burgueses buscaban mitigar su impacto con la ilusión parlamentaria.
el verdadero feminismo
La consideración de la mujer como un ser humano con iguales derechos que el hombre, entonces, aparece cuando la sociedad burguesa ya se ha expandido y ha tocado sus propios límites. Ese reconocimiento no nace del “progreso”, ni es el resultado del favor de varones bienintencionados o de damas influyentes. Es el producto de la lucha de clases, del combate conjunto de hombres y mujeres del pueblo.
A esta visión se opone la tendencia que intenta sustraer las reivindicaciones de las mujeres de la lucha de clases, que busca separar y aislar la necesidad de la mujer de romper las trabas que impiden el desarrollo de su condición humana, del mismo modo que la burguesía impide derribar los obstáculos que separan al hombre de su humanidad plena.
El sistema de opresión de la sociedad de clases se extiende a todos los ámbitos de la vida. Y es la principal característica del capitalismo que su opresión de clase no se refleje únicamente en las relaciones económicas fundamentales. Está en presente en las relaciones humanas más elementales, entre hombre y mujer, padres e hijos, jóvenes y ancianos. Y, sobre todo, ocurre en el interior del propio individuo. Ese proceso, que Marx llamó alienación, es el principal obstáculo para liberación de la mujer… y del hombre.
¿No es sospechoso, acaso, que se postule que los problemas de la mujer ‑en la casa, en la vida familiar, en el trabajo, como ser humano al que se le niega el respeto y la dignidad, que es convertido en objeto- deban ser resueltos por leyes dictadas por la misma clase que es la causante de esos males? ¿No es increíble que exitosas “altas ejecutivas”, destacadas “presidentas femeninas”, deban servir de consuelo a los explotados y explotadas, a un pueblo privado de su soberanía, de su poder? ¿No es una burla que propongan “cuotas femeninas”, “discriminación positiva”, para que haya más mujeres corruptas y mentirosas, es decir… parlamentarias? ¿No es un engaño esta mujer ficticia, este golem, hecha a imagen y semejanza de la gastada imaginación de la clase capitalista?
Este “feminismo” oficial hace el trabajo de la burguesía. Al verdadero feminismo, del cual nos declaramos orgullosos luchadores, no le bastan las cuotas. Exige todo y enfrenta todas las causas de la degradación, opresión y alienación de la mujer, las mismas que humillan, dominan e impiden la realización y la dignidad del hombre.
el programa revolucionario
En marzo de 1871, el pueblo de París se levanta y forma el primer gobierno de los trabajadores. No es aventurado decir que la vanguardia heroica de la Comuna de París, de la primera revolución proletaria, estuvo constituida por las mujeres. El 11 de abril, la gaceta oficial de la Comuna publica un “llamamiento a las ciudadanas de París”. La proclama, inspirada por una de las líderes de la “Union de femmes” de la ciudad, Elisaviéta Dmitriéva, una rusa de 20 años de edad que, después de la derrota de la Comuna, regresaría a su patria y moriría en el destierro en Siberia, refleja de manera clara el sentido de esa lucha:
“París está siendo sometida a un bloqueo. Paris está siendo bombardeada. Ciudadanas ¿escuchan el tronar de los cañones, escuchan el sagrado llamado de alarma? ¡A las armas! ¡La patria está en peligro! Ciudadanas, el guante está echado, debemos vencer o morir.”
“No hay derechos sin deberes, no hay deberes sin derechos. Queremos trabajar, pero conservar el producto de nuestro esfuerzo. No más explotadores, no más amos. Trabajo y bienestar para todos. El gobierno del pueblo ejercido por el propio pueblo (…)
Toda desigualdad y todo antagonismo entre los sexos es una de las bases que constituyen el poder de las clases dominantes.”
Y agregaba que la meta de las mujeres trabajadoras era “la revolución social total, la abolición de todas estructuras sociales y legales existentes, el reemplazo del régimen del capital por el régimen del trabajo, en suma, la emancipación de la clase trabajadora realizada por la propia clase trabajadora.”
Este es el programa feminista, el programa revolucionario, de nuestros días. Es nuestro deber llevarlo a la victoria.