Es justo comenzar el 2015 con un recordatorio de nuestro futuro americano y su sinuoso camino. Sí, porque un 1 de enero, en 1959 y en la isla mayor de las Antillas, comenzó nuestra segunda independencia. Hemos conocido derrotas, es cierto, y hemos vuelto a retomar la senda. Pero hay una bandera que nunca ha dejado de flamear: la revolución cubana.
Y en virtud de haberse constituido en un símbolo mundial, la realidad concreta del pueblo cubano, frecuentemente, queda cubierta por una lucha entre las ilusiones de quienes apoyan a la revolución, pero la ven como un hecho separado del devenir de nuestro continente, y las imposturas de un enemigo que no trepida en nada.
La decisión de los gobiernos de Cuba y Estados Unidos de restablecer relaciones diplomáticas pertenece a esa clase de enfrentamientos.
el acuerdo
En una curiosa coincidencia, a la izquierda y a la derecha del espectro político se ha dicho ‑palabras más, palabras menos- que el anuncio equivale al fin de la revolución. Se afirma que Cuba perdió a su principal adversario, por lo que desaparecería la justificación, real o pretendida, de su régimen político y de su sistema económico y social; ahora le abriría sus puertas a Estados Unidos para que haga y deshaga en la isla. Incluso entre quienes habitualmente defienden a Cuba, la valoración del acuerdo es cauta y defensiva. “No significa que ahora se instaure el neoliberalismo”, dicen; “era necesario para entrar a la globalización.” Días después de la noticia, varios se extrañan de que la vida en la isla siga su curso acostumbrado, de que el derrumbe aún no hay ocurrido.
La verdad es que el acuerdo es claro en el fondo y en la forma: establece sin ambigüedades sus alcances y limitaciones; fija, en simétrica proporción, prestaciones y contraprestaciones de las partes. Su significado político ‑quién ganó y quién perdió, si se quiere- también es manifiesto. Tres hombres, que habían asumido el deber de defender a su patria en territorio ajeno y hostil, y que estaban injustamente encarcelados, hoy están unidos con sus familias. Dos espías y provocadores yanquis regresan a su país y el Estado cubano exime de castigo a un grupo de personas que actuaban ilegalmente a favor de los intereses de Estados Unidos. El acuerdo expresa la voluntad de modificar una situación de conflicto que, durante medio siglo, ha consistido en la amenaza de Washington de desencadenar una agresión bélica en contra de Cuba. El convenio crea una vía política para terminar con el bloqueo ilegal, que fue impuesto por el imperialismo norteamericano. Abre la perspectiva de una reducción de las tensiones, de poner un límite a las actividades de provocación y sabotaje originadas en territorio estadounidense.
En términos generales, para la diplomacia cubana, se cumple un objetivo perseguido por largas décadas. Para Washington, es el reconocimiento del fracaso de su política.
la historia
Pero nada de esto parece impresionar a quienes hoy ejercitan su particular capacidad de interpretación “histórica”. Los mismos que ignoraban como se preparaba cuidadosamente el acuerdo, hoy creen poder predecir exactamente sus consecuencias. El problema de la historia ‑y de su comprensión- es que es siempre concreta. Si la revolución cubana pudo resistir la súbita caída del bloque soviético, del cual dependía su sistema económico, una parte decisiva de sus relaciones políticas y diplomáticas, y el apoyo para hacer frente a un enemigo que se ejecutaba una agresiva política expansionista y de establecimiento de una hegemonía mundial política y militar, ¿por qué no habría de mantenerse cuando el afán unipolar de ese mismo imperio ha chocado con sus límites? Si pudo soportar el “período especial”, con el bloqueo económico y político en su forma más aguda, con campañas de sabotaje y de guerra bacteriológica, con atentados terroristas digitados desde Estados Unidos ¿por qué habría de perjudicarle la posibilidad cierta una gradual reducción de la fracasada estrategia de estrangulamiento a su economía?
Algunos sostienen que, ahora sí, Estados Unidos podrá irradiar su brillante luz de democracia y libre mercado hasta que la propia cubana decida terminar con el sistema. Pero ¿no lo ha hecho incesantemente en los últimos cincuenta años, por todos los medios?
el futuro de la revolución
No, el socialismo en Cuba no está basado en un aislamiento artificial. Ha consistido, al contrario, en la búsqueda constante de vías para abrirse al mundo. Es la condición de su supervivencia y desarrollo. Por eso, ha sido parte de las causas revolucionarias de nuestro continente. Por eso, lo arriesgó todo por la liberación de África del yugo del apartheid. Por eso, sus médicos luchan en contra del ébola en Nigeria, en Guinea, en Sierra Leona y en Liberia. No hay país, y menos de los más prósperos y desarrollados, que asuma ese papel en el mundo.
El socialismo en Cuba se funda en la confianza en el pueblo, en sus capacidades, en su conciencia, en sus valores. En la medida en que su poder se cimente sobre esa base, se sostendrá, a pesar de las carencias materiales y bajo la necesidad de conservar una vigilancia constante y una conducción segura.
La forma exacta que asumirán las relaciones con Estados Unidos aún está por definirse. No hay que olvidar que la ambición del presidente Obama de dejar algún legado simbólico positivo de sus dos mandatos está en una relación inversamente proporcional a su capacidad real de vencer a la mayoría republicana en un Congreso que tiene la llave para el levantamiento efectivo del bloqueo y de otras leyes dirigidas en contra de Cuba. Como decisión política, el restablecimiento de los vínculos diplomáticos tiene, por ende, una mayor relevancia interna. El Partido Demócrata se beneficia del golpe que propina al exilio de Miami que controla el estado clave de Florida y se acerca al electorado “hispano”. Y en el plano de la política exterior, Washington se desembaraza de la incómoda situación de verse presionado, incluso, por sus vasallos más incondicionales, como Panamá o Colombia, por estrechar lazos con Cuba en organismos como la OEA.
Como se ve, la política real es más prosaica que las grandes proclamaciones “históricas” de ocasión. Aquí no hay “fin de la guerra fría”, ni reconversión, abandono o derrumbe de revolución cubana. No estamos ya en esos tiempos. Hoy, lo que corre peligro de derrumbe son los regímenes políticos de la burguesía. En esta época, la iniciativa le pertenece a los trabajadores. Son ellos los que pujan por dejar atrás un sistema en crisis. Y no pueden obviar las enseñanzas de la revolución cubana, de Fidel y su conducción: su realismo, su firmeza, sus fuerzas morales, su confianza en el pueblo, y su decisión irrevocable: “socialismo o muerte”.